Noviembre se cerró con una semana agridulce. Comenzó con la corrección de la novela y la selección de poemas para el recital. A mediados, la lectura, dimos cuenta, fue estupendamente, igual que la cena que vino después, con
Pedrals y
Núria. Lástima que no pudiéramos hacerla dentro de la sala de lecturas de
l´Horiginal, como me dicen que suelen acabar las lecturas de invitados. Digo lástima porque el lugar es estupendo para leer y escuchar (se entiende así, sólo en parte, que lleven ya cinco años haciéndolo). Gracias a
Efi Cubero, el fin de semana comenzó con otra cena. Queda claro que de la poesía no se vive, pero sí se cena. La compañía fue inmejorable, porque por encima de sus respectivas ocupaciones los amigos a los que acompañamos supieron hacernos sentir muy a gusto. Comenzando por Efi, poeta extremeña a la que conocí hace un año en el recital barcelonés de
Basilio Sánchez. Además de ser una persona encantadora, tiene una intuición literaria prodigiosa. Se nota que tiene muchas lecturas a sus espaldas y lo mejor es que sabe recuperarlas en el momento oportuno. Una suerte tenerla cerca, fuera y dentro de Barcelona. Estuvo también otro poeta,
Antonio María Flórez, al que conocí primero con su libro
Desplazados del Paraíso y al que seguí conociendo con
La ciudad. Escucharle hablar de su pueblo, la ya para mí mítica Marquetalia, era como releer la novela hispanoamericana del siglo XX. Como estar frente a todas aquellas ciudades a las que uno se obstina en conocer pasados los años (Santa María, Macondo, Comala…). También
Alfonso, marido de Efi, que nos hizo sentirnos como en casa. Fue muy especial poder charlar con
Carme Riera y con
Asunción Carandell, viuda de
José Agustín Goytisolo. Y con
Rufino Mesa, a quien
Bea y yo teníamos ganas de conocer desde que
Susana Pozo nos hablara largo y tendido sobre su obra.
Sin embargo, no acabó bien la semana.
Xavier, el hijo de
Isidro, dueño de Fondo, me informó de que en muy poco tiempo cerrarían la librería. Poco beneficio para tanta inversión. Se lo dije una vez a ellos, y lo digo ahora: nunca siento que habito un lugar hasta que no encuentro un buen café y una buena librería. En este caso, Fondo era la librería pequeña que encontré hace un par de años, recién aterrizado en Gràcia. Que ya no vaya a estar me resulta extraño, como si me privaran de un lugar propio. Me arrepiento de no haber comprado allí los libros que compré en otra parte. Qué maravilloso sería que no desaparecieran los lugares que a menudo confundimos con el hogar. Aquellos lugares que no hacen sentirnos extranjeros en nuestra propia lengua.