En un relato de Doris Lessing,
Temporales, una mujer viaja en un
taxi. Durante el trayecto mantiene con el conductor una inquietante
conversación, que gira principalmente sobre un tema: la ciudad. El taxista la detesta; ella se deshace en elogios:
«Y entonces empecé a decirle lo mucho que me gustaba a mí Londres, por aquella
ridícula necesidad que tenemos todos de intentar que a los demás les guste lo
mismo que a nosotros. Es como un gran teatro, dije. Uno se podía pasar mirando
lo que ocurría, y en realidad eso es lo que hacía yo. Podía pasarme horas
sentada en un café o en un banco mirando y siempre pasaba algo interesante, o
divertido…». Como ejemplo, le habla de los parques, de Hampstead Heath o de Regent´s
Park, lugares de los que era imposible cansarse. Al final, el conductor
reconoce que no todo le desagrada. Lo que le ocurre es que su ciudad es una
ciudad que ya no existe. Sólo es un lugar de la memoria. Le explica el motivo y
las razones por las que no puede amarla como antes. Cuando se despiden, algo ha
cambiado en ellos. El trayecto les ha servido para descubrir que la relación
con su propio entorno no es un asunto cerrado, sino conflictivo, problemático,
porque no hay verdades absolutas cuando juzgamos algo tan complejo como la
geografía urbana. Tal vez él comience a amarla de nuevo. Y tal vez ella
descubra que hay motivos para odiarla.
En realidad, a poco que
pensemos, no hay ciudad que no provoque sentimientos encontrados. Habitar un
lugar supone cuestionarlo, ponerlo en duda, juzgarlo como si fuera una
prolongación de nosotros mismos. Precisamente por eso nos atrae y nos expulsa.
Odiamos y amamos las ciudades en las que vivimos porque ese doble ejercicio
forma parte de nuestra naturaleza. Sobre todo si ese espacio es una gran
ciudad. Y sobre todo si esa gran ciudad es Londres.
Cuando Virginia Woolf escribe
sobre la capital británica, se refiere a ella como una síntesis de todos los
contrastes. Una misma calle, nos dice, es una isla de luz y al mismo tiempo una
larga gruta de oscuridad. Ahí radica su hermosura, su belleza. Es una y es
también su contrario. Son múltiples ciudades que hacen de su disparidad algo
único, casi indivisible. Porque, como nos explica uno de sus personajes, «cada
londinense tiene un Londres en su cabeza que es el auténtico Londres». Y añade:
«cada uno siente por Londres lo que siente por su familia, tranquila pero
profundamente, con una rápida disposición a la afrenta».
Yo también tengo mi propia
idea de Londres. La primera vez que estuve allí, a finales del año 2003, me
causó tanta admiración y tanto interés que llegué a interiorizar una buena
parte de su callejero. Y aunque he vuelto en repetidas ocasiones siempre he
encontrado nuevos emplazamientos, nuevas rutas. Por eso, mientras escribo,
apenas necesito buscar un plano que me ubique o sitúe lo que quiero contar. La
tengo tan asumida que puedo prescindir de las fotos que he ido tomando o de los
apuntes desperdigados en algunos cuadernos de viaje. Mi visión de Londres se
construye a retazos, deshilvanados en apariencia pero con una extraña lógica
que los une, como un itinerario lógico, asumible. Un itinerario al que cuesta
buscar un inicio, porque todos los puntos de la ciudad son buenos para comenzar
a pasearla.
Como le sucede al personaje de
Doris Lessing, y por buscar un inicio cualquiera, también a mí me provocan un
especial interés los parques urbanos. De hecho, es uno de los cuatro lugares
imprescindibles que trato de visitar cuando llego a una nueva ciudad. Los otros
tres son las librerías, los museos y los clubes de jazz. Londres tiene una
buena representación de cada uno de ellos.
Los parques urbanos nos
ofrecen, a su manera, una imagen de la cultura que los construye. Su extensión
y su forma de organizar unas cuantas hectáreas, su elección de árboles y de
caminos, su predilección por un material u otro. El parque, o la ausencia de
parque, se convierte en una carta de presentación que nos habla, en último
término, de la forma en que las ciudades se relacionan con su propio entorno,
natural y humano. Quizás por eso mis parques favoritos son los ingleses,
salvajes y ordenados, llenos de senderos intermedios que escapan del orden de
otros parques, como los franceses o japoneses. Más que parques son bosques, en
esa delgada línea que separa la ciudad del campo. Así juzgo buena parte de los
parques londinenses, como un espacio que está y no está en la ciudad, que tiene
una extraña autonomía que pertenece y a la vez escapa de los límites urbanos.
Si uno sigue, por ejemplo, la magnífica ruta que va desde Camden, sigue por
Little Venice, entre puentes y construcciones de otra época, y termina atravesando
Regent´s Park, descubre con cierta incredulidad que no ha salido de Londres,
que todo eso que ha caminado y que parece fuera de plano forma parte de la
misma ciudad que se extiende parque abajo. Es la misma urbe de las primeras
calles que se encuentra al salir, con Baker Street y Sherlock Holmes como punto
magnético. Algo similar ocurre cuando nos perdemos por Battersea Park o por
Hyde Park, mientras intentamos recuperar las voces de William Morris, Lenin o
Georges Orwell perorando en el Speakers´ Corner o vamos en busca de los
jardines en los que aún perdura James Matthew Barrie, un escritor condenado a
la eterna juventud gracias a un célebre personaje, Peter Pan, inmortalizado en
bronce en uno de los extremos del lago. O, en fin, lo mismo que nos sucede
cuando nos dirigimos hacia el norte y paseamos por el parque de Hampstead, entre
lagos, bañistas y rutas semiclandestinas en las que, por arte de magia, se nos
aparece la ciudad a nuestros pies, aunque hayamos tenido la equívoca sensación
de que estábamos en otra parte, muy lejos de Londres, en estaciones de tren
perdidas en la montaña o en casas alejadas de todo y de todos, como las que
ocupaban en la ficción los personajes de D. H. Lawrence, o en la vida real John
Keats y Sigmund Freud, con su estudio lleno de miniaturas, su mítico diván y
sus alfombras, su espléndida entreplanta para tomar el té de la tarde o su
magnífico jardín interior. ¿Es la misma ciudad que se construye alrededor del
estadio del Arsenal, siguiendo aquel mal disimulado fanatismo de Nick Hornby en
su libro Fiebre en la gradas? ¿La
misma ciudad dickensiana que encontramos en el East End, con la pobreza y
desesperación que leemos en Jack London o en alguna biografía de Georges Orwell?
¿Forma parte del mismo escenario que recorremos calle a calle por el barrio del
Soho? Si una ciudad es capaz de multiplicarse, de ofrecernos mil caras
distintas, sabremos entonces que la visita ha merecido la pena. Y lo sabemos
porque, ante esas geografías dispares, se activa en nosotros algo parecido a
una sana esquizofrenia: es inevitable imaginarnos viviendo en una de esas casas,
en la que proyectamos un sinfín de rutinas agradables. Una especie de
existencia paralela que, paradójicamente, nos hace volver a nuestro propio
hogar con más energía que cuando lo abandonamos.
Sin dificultad apenas, puedo
imaginarme viviendo en muchos lugares de Londres. No en el Soho. Detesto el
ruido, sobre todo si nos visita sistemáticamente y ocupa cada una de nuestras
habitaciones como un inquilino invisible y perpetuo. Que no viviera allí no
significa que, de tarde en tarde, no tuviera la necesidad de visitarlo. Existen
muchos lugares que nos interesan sobremanera y, sin embargo, nunca los
habitaríamos. El barrio del Soho sería, para mí, uno de esos lugares. Un
espacio frenético, lleno de estímulos, cargado de historia, aunque esa historia
pertenezca cada vez más a una progresiva y distante arqueología. Pienso en lo
que debería sentir Karl Marx si volviera hoy al número 28 de Dean Street, el
piso en el que vivió mientras fracasaba políticamente y veía cómo su situación
económica iba menguando (embarazar, casi a la vez, a su mujer y a su asistenta
no debió ayudar demasiado a sus finanzas domésticas). Pienso en Thomas de
Quincey, que hubiera muerto de inanición si Ann, una joven prostituta, no le
hubiera socorrido después de desmayarse en Soho Square. Pienso en Giacomo
Casanova, que residió en Greek Street y cuyo fantasma, según dicen, aún
frecuenta Raymond Revue Bar. O en los fantasmas que aún deambulan por otros
bares de la zona. En The French House, por ejemplo, donde se reunía Charles de
Gaulle con otros miembros de la resistencia o el lugar donde Dylan Thomas
perdió su manuscrito Bajo el bosque
lácteo. Pienso en la vecina Charing Cross Road y en la librería Foyles, en
la que, como bien dice Enric González, uno no va a comprarse un libro, sino a
ir de safari. Y pienso, en fin, en otros visitantes ilustres del barrio:
William Blake, Wagner, Rimbaud, Verlaine. No sé si el Soho actual dista mucho
del que vivieron todos esos nombres. Puede que el espíritu que aún perdura en
ese lugar de Londres, con la multitud de vocingleros que se acumulan en sus
calles, con sus pubs y templos de la perversión plastificada que ocupan casi
cada centímetro, no es muy distinto al que describió John Galsworthy a finales
del siglo XIX, en su novela La saga de
los Forsyte: «Desaseado, lleno de griegos, ismailíes, gatos, italianos,
tomates, restaurantes, órganos, cosas de colores, nombres raros y gente que
mira desde las ventanas de los pisos más altos». Gente con nombres extraños y
con oficios no menos inauditos: buscadores de oro, fabricantes de fuelles de
acordeón, traficantes de tazas sin plato, manillas de paraguas de porcelana o imágenes
coloreadas de santos martirizados. En el fondo, el barrio del Soho, o Londres,
o casi todas las grandes ciudades, no cambian tanto. Sólo se modifican, se
trasforman. Incluso si son bombardeadas desde el aire. Pueden variar su
fisonomía, pero no el impulso que animó a construirlas, heredado generación
tras generación como un legado que todo ciudadano adquiere en el momento de
residir en ellas. Al final, siguiendo de nuevo a Doris Lessing, lo que nos
queda es un Londres que «se ha edificado y destruido en sucesivas encarnaciones
desde antes de la época de los romanos».
Cuando nos imaginamos viviendo
en la ciudad que visitamos, se activa en nuestro interior un mecanismo que
hemos fabricado a partir de la realidad inmediata y la ficción que conlleva
toda memoria. Algo que tiene que ver con la idealización del viajero, alguien
que huye de la comodidad familiar para encontrar ese punto del mapa que sepa
alojarle mejor que su propia casa. Son, a menudo, visiones imposibles,
irrealizables. En el fondo sabe que se trata de una vida que no será tal y como
la imagina. Sin embargo, necesitamos la ficción, porque la vida, por sí sola,
no basta. Si residiera por un tiempo en Londres, sé que tarde o temprano
acabaría reconociendo los mismos defectos, con forma distinta, que encuentro en
Barcelona. O que encontraba en Granada, y un poco antes en Salamanca o en
Plasencia. Sin embargo, la idealización del viajero, del caminante ocasional
por una ciudad que no es la suya, no debería caer en el derrotismo anticipado.
Imaginarnos la gran vida en una ciudad ajena nos ayuda a mejorar nuestras propias
ciudades. Pensar que sería feliz viviendo en Notting Hill, recorriendo
Portobello varias veces por semana, convierte la misma calle en la que vivo en
un espacio distinto, mucho más habitable. Las ciudades dialogan entre ellas y,
a poco que escarbemos, de esa conexión siempre surge algo diferente cuyos
efectos se pueden percibir en la distancia. Quizás mi Notting Hill tenga más
que ver con la fabulación literaria, la que imagino detrás de la puerta que
alojó a Georges Orwell o la que encuentro en las páginas de Martin Amis o en
los escenarios bohemios y multiculturales de Collin MacInnes. Espacios irreales
que tienen vocación de real, como si pasear por Chelsea aún me acercara a las
tiendas punk más extravagantes o proyectara fiestas interminables en Cheyne
Walk, ese apacible tránsito en el que reside Mick Jagger. Si me imagino
viviendo en Bloomsbury, con sus fachadas de casas tranquilas y sus magníficas
plazas, como Fritzroy Square, es inevitable no pensar en que aún estaría a
tiempo de cruzarme con Bernard Shaw y Virginia Woolf o con algunas editoriales
que se extendían alrededor de Bedford Square. Hoy no queda rastro de Cape,
Chatto o The Bodley Head, absorbidas por multinacionales. Que no haya nada, o
apenas nada, no significa que la ciudad haya desaparecido. Las grandes ciudades
no desaparecen del todo. Habitar una ciudad de la memoria o una ciudad
imaginada es la premisa que todo lugar necesita para que siga avanzando, con
nombres y personajes distintos. Ese mundo de cortesanos del Londres georgiano
que retrató William Hogarth estará compuesto por otro tipo de perversiones y
enfermedades. Los nuevos rascacielos darán paso a otra clase de suicidas que
intenten imitar a los atribulados personajes de En picado, la novela de Nick Hornby. The Globe, uno distinto y aún
desconocido, albergará representaciones de herencia shakesperiana, igual que St
Martin-in-the-Fields encontrará a un nuevo Samuel Barber. La niebla y la
tristeza, como dos motores que se retroalimentan, será idéntica a la que
describió Oscar Wilde. Los transeúntes del futuro pertenecerán a ese mismo
ejército republicano de caminantes anónimos al que se refirió en una ocasión
Virginia Woolf. Mientras tanto, la memoria de todos ellos, una mínima parte al
menos, quedará a salvo en algunas salas de la National Gallery, del British
Museum o de la London Library. Y quedará, sobre todo, en la suma de imágenes
que hayamos proyectado en ella. Porque una ciudad no sólo se habita, también se
imagina y se recuerda.
Existen pocas ciudades en el
mundo que generen tanta imaginación como la que provoca Londres. Tal vez tenía
razón Samuel Johnson y, después de todo, quien se aburra de Londres se aburre
también de la vida.
[Publicado en Quimera, núm. 404, julio de 2017]
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