29.9.09

Crónica

Como cada día, intento decirme a mí mismo que lo más interesante que puedo hacer en esta vida es escribir. Por eso, me siento delante del ordenador y comienzo a escribir, por sexta vez, una novela que ya creí empezada. Me consuelo con la idea de que uno no necesita sentarse frente a un ordenador para sentirse realmente un escritor. Así que no le doy importancia al hecho de que no consiga escribir ni una mísera palabra de una historia ya empezada. Aprovecho que el ordenador está encendido para minimizar mi novela en blanco y comienzo a rastrear por otros blogs. De ahí, a las páginas del sindicato Ustec, y del sindicato Ustec a la página de salud de la Generalitat Valenciana. Un enlace me lleva otro y acabo en una página en donde se informa que a partir de los veintinueve años de edad se empieza a perder un montón de neuronas, y que sin ese montón de neuronas cada vez nos es más difícil tener una buena memoria. Añaden que el tabaco las preserva, cosa que me tranquiliza. Pero añaden también que el alcohol es una de las causas por las que desaparecen con más velocidad. Me gusta beber ron, pero como lo hago muy de tanto en tanto no decido preocuparme. Por si acaso, evito la copa de vino que me acompaña mientras escribo el inicio de una novela en blanco. Como sé que el tabaco tampoco es un gran sustituto, decido aparcar el ordenador y me pongo a tocar el clarinete. Descubro que una vena de mi cuello se me hincha en los sonidos más graves, así que decido aparcar también el clarinete y evitar así ponerle las cosas más fáciles a la hipertensión. Sigo leyendo el artículo sobre la pérdida de neuronas y descubro que uno de los mejores antídotos es vivir sin estrés, evitar el nerviosismo y buscar la tranquilidad perpetua. Pasar de los sobresaltos y encontrar el nirvana. Pongo un disco del trompetista Harry James, que me apacigua mucho, e intento seguir con mi novela en blanco. Al cabo de un rato me planteo si pasar un par de horas frente al ordenador no será una causa de ceguera futura. Como la novela no fluye, al menos quiero que mi vista sí lo haga, así que apago el ordenador y sigo escuchando a Harry James. Tanta quietud después de la marea me hace olvidar que en menos de media hora juega mi equipo de fútbol. Entonces, decido encender la tele, a sabiendas de que dentro de un rato pondré mi silla un poco más cerca del aparato y comenzaré a fumar, nervioso, intranquilo y tal vez feliz si mi equipo gana. Me doy cuenta de que en realidad lo más interesante que puedo hacer en esta vida no es escribir. O quizás sí. Puede que no sea tan buen escritor si, al final, no sé cómo renunciar a un partido de mi equipo. Me digo que, al menos, escribiré en compensación una crónica tan torpe como esta. Con la mente puesta ya en otra parte.

27.9.09

Anatomía de la ausencia

Acabo de terminar el magnífico libro de Javier Cercas Anatomía de un instante y me ha dado por pensar si en la actualidad podríamos tener un caso parecido a aquel fatídico 23 F. Lo cierto es que, por ganas, a muchos no les importaría asaltar el Congreso. Con fortuna, lo que cambia de aquel golpe a uno hipotético en la actualidad es que los energúmenos que decidieran entrar pegando tiros encontrarían una sala semivacía, porque son pocos los diputados que cumplen con su trabajo y ocupan su escaño en las sesiones parlamentarias. Creo que fue Woody Allen el que dijo que los políticos tenían la rara habilidad de convertir en problemas lo que pueden ser soluciones. Al menos, en esto, consiguen lo contrario.

26.9.09

Caricias perplejas




Esta es la portada del primer libro de Olga Bernad, titulado, como su blog, Caricias perplejas. Está publicado en la colección Siltolá Poesía y lleva una introducción del sabio Juan Manuel Macías. Ambos, Bernad y Macías, tienen algo que busco en cualquier libro que caiga en mis manos: intuición y sensibilidad. Intuición, es decir, fondo, interrogación y extrañeza; y sensibilidad, esto es, profundidad, raíz y coherencia. A los dos les conocí, primero, por el blog. Por si alguien todavía dudaba de este medio de comunicación.

18.9.09

Luna de Valencia

Hace tiempo comentaba en esta misma isla que hay cosas que suceden varias veces al día y no son más que una anécdota. Otras, sin embargo, que han ocurrido una sola vez pueden ser, y son, una vieja costumbre. Eso mismo pensé el fin de semana pasado, en Valencia. La ciudad, más allá de las barbaridades lumínicas (las farolas alumbraban tanto que uno se preguntaba si no debía salir con gafas de sol por la noche), resulta interesante. Sus casas del Carmen me recordaban, siquiera vagamente, a las de mi barrio, Gràcia. Incluso, de aquella manera, a Sevilla, ciudad por la que siento una especial predilección. Quizás, lo que más me sedujo fue el inquietante trazado de sus calles, que casi nunca te llevan a donde tú quieres. Es fácil perderse, cosa que agradezco. Eso es lo que pensamos David Vegue y yo buscando el hotel. Ocurre algo parecido en el Albayzín, donde la única guía es la intuición. Aquí, ni la intuición siquiera. En una de esas calles encontramos un carro de la compra. Turnándonos en la conducción llegamos, sin saber cómo, al punto de partida. El carro quedó allí, aparcado, delante del hotel. Desapareció al día siguiente.
Me resultan tan hermosas esas anécdotas que logran burlar la costumbre. Las únicas rutinas, puntuales, que acepto. Todo eso por lo que merece la pena vivir. Por ejemplo, observar desde un carro la luna de Valencia, el único lugar de la ciudad con luz propia.

4.9.09

Tibidabo

Luego, querido Sancho, hay otras ciudades que no reciben el cobijo de su país, ni de su nación sin estado, ni tienen, al cabo, una bandera. Aunque todos intenten colocar la suya en medio de una plaza. Ciudades a las que el resto mira con recelo, y que, si pudieran, borrarían del mapa. Los unos y los otros. Y escriben sobre ella como si fuera un estercolero global donde van cayendo todos los despojos del mundo. Entre esos también nos encontramos nosotros. Porque hay personas a las que sólo les interesan los caminos trazados en línea recta. Hay periferia, callejones, sombras y aristas. Y no hay una sola lengua, querido amigo, con la que comunicarse. Que hablar de lenguas es como hablar de banderas.
Ahí, justo delante, tienes la ciudad. Ya sabes lo que voy a ofrecerte.