De un tiempo que se detiene
Posiblemente no sea muy
original si cuento ahora la primera vez que vi a Luis Pastor. En concierto,
quiero decir. Me parece que fue en torno a 1998, tal vez un año antes. Creo que
fue en un bar no muy distinto a este, El Desván, hoy desaparecido, en el que
pasé muchas horas, mientras quería dejar atrás mi adolescencia y la ciudad en
la que vivía por entonces, Plasencia.
Tengo recuerdos vagos del concierto,
pero sentimientos precisos cuando pienso en aquella actuación. O lo más precisos
que pueden ser si a uno le da por bucear en su memoria. Con toda la
falsificación y toda la esperanza que conlleva cualquier recuento o fe de vida.
Diré algo al hilo de esto: ando leyendo estos días el último libro de Paul
Auster, 4 3 2 1. Lo cito por dos
motivos: uno, porque la novela nos enseña que hay varias decisiones que marcan
nuestra vida, y dependiendo de cuál sea la elección que adoptemos nuestra
existencia variará su rumbo hacia un lugar u otro; y dos, porque buena parte de
la narración se detiene en la educación emocional del personaje. Si menciono ahora
esta historia es porque Luis Pastor ha intervenido en mi vida desde esas dos
experiencias. Por un lado, su música ha formado parte de mi educación sentimental.
Por otro, sé que haberlo escuchado, a él o a Pablo Guerrero, influyó de alguna
manera en mi visión del mundo.
Me recuerdo en mi cuarto, tarareando
la canción “Vengan a ver”, por ejemplo, y puedo acercarme sin dificultad a ese
momento de hace veinte años. Y lo hago sin dificultad porque ahí estaba el
inicio de un camino, o la orientación hacia algo que buscaba y aún no sabía
cómo expresar. Pienso también en cómo me repetía otra canción, “Vamos juntos”,
y sé, más o menos, lo que podía sentir al cantarla. Lo sé porque esa pieza
también ha diseñado lo que soy ahora, pasado el tiempo. Pondré un último
ejemplo: su canción “Evohé”, una palabra, la del título, que uno repetía en voz
baja para afrontar lo que apenas entendía y, sobre todo, para combatir todo
aquello sobre lo que no entendía absolutamente nada.
Le debo a Luis Pastor algo
más: su modo en que me acercó a la lengua y la literatura portuguesas. Pastor
se sumaba a otros artistas extremeños que siempre han vivido con un pie puesto
en el país vecino, si es que no formamos parte de un mismo territorio, o una
misma comarca. Quizás son esos los autores de Extremadura que más me interesan,
los que han servido de puente, de enlace. En Luis Pastor hay un disco
maravilloso que lo demuestra, sus versiones de José Saramago que vuelca en Nesta Esquina Do Tempo. Igual que años
antes lo hiciera con Rafael Alberti, cuya lectura siempre estuvo impregnada por
la música de aquel villancico que le dedicó en uno de sus primeros discos.
Y aquí me encuentro ahora, demostrando
que en mi bagaje cultural aparece Luis Pastor como uno de sus centros. Tal vez
sea innecesario, pero qué puedo hacer. Pocas veces nos podemos dirigir a quien
creemos parte de la construcción de uno mismo. Lo mejor, para mí, no es eso, o
no solo. Lo mejor es que Luis Pastor continúa con nuevas creaciones y, al
hacerlo, también nos construye. Recientemente con el libro De un tiempo de cerezas, un conjunto de poemas publicados por la
editorial Bartleby y en cuya selección ha participado un amigo común, José
Manuel Díez. Quizás sea una especie de tautología o de redundancia anunciar un
libro de poemas de Luis Pastor. Al fin y al cabo, tengo la sensación de que no
ha hecho más que eso: escribir poemas y encontrar la mejor forma de
trasmitirlos.
De
un tiempo de cerezas es un libro dividido en varias secciones que,
a su manera, forman un poema único, porque todas las piezas funcionan como una
fe de vida, como lados de un mismo cubo. Comenzando por el tema de la memoria,
que Pastor resume perfectamente con un verso: «era el tiempo de la madre y sus
caricias». Es decir, a través de una sola imagen, una imagen minúscula,
pequeña, se condensa un tiempo mucho más amplio, un todo, el de la infancia,
inmenso. Como una metonimia penetrante, cargada de belleza. O la metáfora
«Pájaros de encina», que engloba, casi sin darnos cuenta, un universo que
conozco bien y al que no me cuesta volver mientras leo sus poemas. No solo
porque partamos de un mismo paisaje, sino, diría, por el espacio común que
existe entre el poeta y el lector que viaja al territorio del poema. O a la
música a la que rinde homenaje, a Enrique Morente, a Pablo Guerrero o a
Camarón, entre otros.
Dice José Manuel Díez en el
prólogo al libro que la memoria, aquí, actúa como un refugio personal. Diría
que no solo la memoria. También la lectura, o lo que provoca la lectura. De sus
poemas musicados o simplemente escritos, como en el caso que nos ocupa. O de lo
que está por venir, como la promesa de unos diarios que veremos, espero, bien
pronto. Ese es el refugio, la canción aún no escrita que escucharemos porque
así funciona la educación emocional de un ser humano: como un punto de
referencia que, una vez conquistado, nos sujeta, nos ayuda a no caer. Ese tipo
de faros que, aun habiéndonos guiado en otras muchas ocasiones, siempre nos
proponen algo nuevo. Algo que Luis Pastor resume en los cuatro versos del poema
“Se agita el mar”: «Se agita el mar de tempestades, / ha varado la barca del
amor. / Donde se pierden dos soledades / nace otra vida y otra canción». Así
concluyo, con una penúltima frase: gracias, Luis, por hacer también de nuestra
vida otra canción posible.
[Texto leído en la presentación del libro De un tiempo de cerezas, de Luis Pastor. L´Hospitalet de Llobregat, 9 de septiembre de 2017]
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