25.9.16

La Verneda



La parada del autobús

Iniciarás una nueva semana
y continuarás así el ritual
de tus días.
Seguirás la costumbre de levantarte
temprano y abandonar
con torpeza la habitación.
Sabrás, ya desde el comienzo,
que tu primera despedida se produjo
al cruzar el umbral de una casa.
Bajarás a la calle
en compañía de tu madre y esperarás,
aún con sueño,
la llegada de dos autobuses
con rutas similares.
La alegría consistirá entonces
en abrir bien los ojos,
porque se ha visto, a lo lejos,
los número 43 o 44.

Buscarás un hueco y convertirás
ese espacio en una humilde
y meritoria conquista.
Con suerte, quizás logres sentarte.
Mirarás con sosiego
la extraña mecánica de una ciudad
durante las primeras horas de la mañana.
Su movimiento, calculado hasta el extremo.
Su ordenación perversa
y, a la vez, admirable.

No conocerás a nadie.
En ese rincón del autobús
serás consciente del exiguo
espacio que ocupamos en el mundo.
Un universo aterradoramente minúsculo,
pero un universo al fin y al cabo.
No conocerás a nadie
y sin embargo aquellos viajeros,
efímeros y somnolientos,
te serán para siempre familiares.

El trayecto será largo
y aun así llegarás pronto al colegio
(recuerdas parte de su ruta:
Rambla de Guipúzcoa, Bac de Roda,
calle Mallorca, avenida de Roma…).
Aprenderás a construir un territorio
a partir de unas pocas calles.
Apenas sabías que todo lugar
encierra en sí otros lugares.

Recibirás más lecciones de esos viajes.
Comprenderás, por ejemplo,
que un refugio no se encuentra
en un espacio remoto,
sino en el hueco que has podido ocupar
en un vagón de metro
o en un autobús lleno de gente.
Comprenderás que para aislarse
no se requiere un paisaje desierto.
Basta con saberse solo
entre otros semejantes
con los que nunca hablas.

De las horas en el colegio
recordarás una tarde.
Fuera llovía y la lección avanzaba.
Alguien recitaba en voz alta
el nombre de los planetas,
que por entonces eran nueve.
Retendrás esa tarde
porque aprendiste uno de los pocos versos
que todavía sabes de memoria:
monotonía de lluvia tras los cristales.
 
Allí, pegado a la ventana,
siguiendo el curso de las gotas,
lograrás imaginarte en otro lugar.
Habrás iniciado, sin saberlo,
esa costumbre tuya
de estar siempre en otra parte.
En una fuente de Montjuïc,
mientras miras a la cámara.
En el parque de la Ciutadella,
que en aquel momento te parecía inmenso.
En las pistas de tenis
que improvisaste con tu padre.
En las vías de la estación de Francia
y en las palabras que leías al abandonarla
(Sí, Barcelona és bona…).

Estarás en otro lugar,
porque a media tarde dejarás el centro.
Volverás al margen.
El regreso bajo tierra será,
en el fondo, similar:
cambiar de línea,
acortar el trayecto
con algún juego recién inventado,
repetirte a ti mismo
unas cuantas palabras
por el simple placer de recordarlas.

Así pasarás tus primeros años,
en esos trayectos en los que, aún hoy,
intentas encontrarte.

Acabas de escribir el poema
más largo de tu vida.

1 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Muy buena, si señor... esos momentos cotidianos y a la vez... poéticos

10:43 p. m.  

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