18.2.14

Habitar una casa




«Ya no tengo nada. Ya no soy nada./ Mi libro está roto desde el principio./ Y yo que quería hacer algo real». Así da comienzo Puertas entreabiertas. Antología poética (1981-2004) (Vaso Roto, 2013), de Leonard Nolens (Bree, Belgica, 1947). Este es el punto de partida: un ser desposeído, vaciado, consciente de que su obra será el resultado de una creación defectuosa, incapaz de reflejar la realidad tal y como sucede. El poema formará parte de algo ya irreal, una proyección en la que se enfrentan constantemente vida y lenguaje. La identidad del poeta quedará sujeta a su escritura. La forma de reflejar esa identificación y la tensión que genera ese encuentro convierten a Nolens, digámoslo desde el inicio, en una de las voces más interesantes traducidas últimamente a nuestro idioma.
Es precisamente el título de esta antología el que nos da la clave de su universo poético: todo lo que encontremos será percibido desde el otro lado de una puerta entreabierta. De varias a la vez. Un paisaje difuso, vislumbrado a partir de unos pocos trazos. Nolens construye una atmósfera que guarda, en su aparente simplicidad, un mundo extremadamente amplio y complejo. En ocasiones, esa acción mínima sucede en una “casa oscura”, en una “terraza herrumbrosa” o en un “tren nocturno”. El territorio en el que sucede el poema es el de una geografía interior, relegada y, a la vez, abierta al mundo, como ocurre con la noción de hogar que aparece en Declaraciones de amor (1990), quizás su mejor libro. Sea en uno u otro espacio, ese emplazamiento queda enraizado fuertemente en la memoria y sirve como marco a su encuentro con el otro. Nolens, no obstante, da un paso más: escribe para reunirse con alguien ajeno, para ser otro. O, dicho más justamente, para ser en otro. Es aquí donde nos llama poderosamente la atención, en su capacidad para reunir en un mismo sujeto a la voz poética y a quien dialoga con ella. Se produce entre ambos una identificación máxima, un acercamiento violento y al mismo tiempo sereno, inevitable. Nolens recurre al poema porque es el territorio que, siquiera de manera aproximada, materializa esa unión, como sucede en los poemas que integran Homenaje (1981) y Maneras de vivir (2001). No sólo convoca a su padre, al burgués, al bebedor o al lector del periódico, por citar algunos de los personajes de los libros citados. Nolens será también todos ellos, no en la distancia, sino desde dentro. Se diluye por momentos en el objeto poético y si no desaparece del todo es gracias a la escritura. Este proceso, intrincado, entra en colisión con el lenguaje, que aparece cuestionado como medio («Eres el dolor de no poder decir ni siquiera el dolor») y es juzgado como una fuente que genera tensión («El secuestro empezó cuando me trasmitiste suavemente una lengua»). Aun así, insistimos, es la escritura la que permite a Nolens un segundo nacimiento, un origen nuevo, pues es el resultado de una elección personal («Nacido ni de un hombre, ni de una mujer, no nacido/ Sino creado, de ahora en delante de mi obra he de venir al mundo», «Soy lo negro sobre blanco,/ Nada más»). La escritura es, en definitiva, lo que le permite enfrentarse a la ausencia, a esa fuerza oculta que tal vez nunca estuvo y, sin embargo, sigue adoptando una presencia feroz. El único acto, en suma, que le proporciona distancia ante el objeto al que se aproxima. Aunque ese proceso creativo y lingüístico no sean más que una impostura («El truco del arte está en mentir con toda la barba/ Y consignarlo por escrito»). Nolens residirá en el poema porque es el único lugar que no estará del todo deshabitado. Con él estaremos también sus lectores. 

[Reseña publicada en Quimera. Revista de Literatura, número 363, febrero de 2014]