25.2.12

Cantigas y cárceles

La primera frase o el primer verso de un libro no está en la primera página, sino en su título. Y la cita que le sigue, si la tiene, es una declaración de intenciones. Más allá de Cantigas y cárceles, el título que ahora publica Juan Manuel Macías en La Isla de Siltolá, deberíamos detenernos en esa cita inicial de Gerardo Diego: “Yo no sé hacer sonetos más que amando”. En pocos poemarios de autores nacidos a partir de los 70 he encontrado una alusión a escritores de la Generación del 27, si exceptuamos, claro, a Lorca, quizás a Cernuda, quizás también a Alberti. De Guillén, de Altolaguirre o del mismo Gerardo Diego, pongamos por caso, poco o muy poco. Por eso, me parece a mí, esa cita en el libro de Macías cobra más significado. Nos anticipa a un autor que conoce la tradición literaria española. Es más, la emplea, la relee, la reactualiza. Advierto, no obstante, que juego con ventaja: conozco al autor y sé que es una persona culta, con la que puedes hablar de poesía durante horas.

Cantigas y cárceles se divide en tres partes: “Ofrenda”, “Estrofa” y “Fe”. El primer poema de “Estrofa”, “Una rima”, comienza con el siguiente verso: “Una rima es un péndulo muy serio”. Ya desde el inicio reconocemos su voz, por esa meditación metapoética y por el excelente empleo de la metáfora, quizá uno de los recursos que mejor maneja el autor. De hecho, de la obra literaria de Juan Manuel siempre me ha interesado su forma poetizar el entorno, a través de imágenes exquisitas, evocaciones sutiles, enumeraciones pertinentes. Logra convertir en legendario, casi épico, misterioso siempre, los elementos que elige para construir un poema. “Mi camisa tendida mide el torso del viento”, dice el alejandrino que abre “Itinerarios”. Lo cotidiano, una camisa tendida, trasciende su función y se emplea para otro uso, el de medir el viento, su forma incierta, su dimensión inabarcable. Ahí reside una de las características por las que me gustaría que se recordara la poesía de Juan Manuel Macías: por su habilidad para conducir al lector desde lo inmediato o aparentemente insignificante hasta la meditación poética profunda, evocadora, penetrante. Por su capacidad, en definitiva, de enlazar el presente y el pasado, la realidad y la ficción, lo local y lo universal. “o ante un escaparate de noviembre/ donde aún se sigue hundiendo la Atlántida/ con trenes de juguete”, escribe en “Itinerarios”. En esa línea, encontramos otros muchos versos que demuestran la capacidad de Macías a la hora de “descubrir” esa imagen, como si de un hallazgo se tratase. Un ejemplo, de su poema “Ofrenda”: “No hay lágrima más pura/ que la que dejan los ahogados”. Reconozcamos la poesía que hay detrás de estos dos versos. La belleza de lo que se disuelve, rescatado un segundo antes de desaparecer. Algo que sólo brilla y es visible en un lapso de tiempo minúsculo y que guarda, en su pequeñez, la pureza. Cito el final del poema “Alguien”, y del que diría, junto con “En romance”, uno de los mejores poemas que se incluyen en Cantigas y cárceles: “Esos surcos que dan por fin la forma/ a la noche infinita como el mar”. Otra muestra, en suma, que pone de relieve esa cualidad a la que antes me refería. La poesía de Juan Manuel acontece en ese surco, en la grieta, en el espacio vacío por el que descendemos y en el que se nos descubre un universo diferente y al que sentimos ya cercano., extrañamente familiar Una carcaterística, dicho sea de paso, que sólo puede aplicarse a la mejor literatura.

Gradaciones, metáforas, iconografía, ironía, personificaciones, fondo y forma.., esa es la arquitectura del nuevo libro de Juan Manuel Macías, aunque por tiempo no sea lo último que haya escrito. Si hacemos caso a Borges, y yo suelo hacerlo, en un poema primero hay belleza y luego significado, porque este suele venir después. Así podemos leer los poemas de Juan Manuel Macías, los de Cántigas y cárceles y los de su libro anterior, Tránsito. Sólo queda, y cito, “Abrir la puerta en la primera página”.

20.2.12

Una aproximación al desconcierto (v. 2.0)

En unas palabras preliminares a su libro El cementerio marino, Paul Valéry acierta al decir que una obra no se acaba, sólo se abandona. Que no se acabe es, creo yo, un síntoma de buena salud creadora. Añadía Valéry que lo más aburrido para él era el comienzo y lo que mayor placer le reportaba era la revision, la relectura, la reescritura. Con matices, eso es lo que ha hecho Javier Sánchez Menéndez en esta nueva versión de Una aproximación al desconcierto (v. 2.0) (SIM/Libros, 2011). Se trata de un libro reeditado por la misma editorial, donde se añaden cambios a la primera versión del poemario. Lo explica el propio autor en una nota preliminar, en la que encontramos aclaraciones tan oportunas como esta: “La poesía es un arte en proceso de cambio y evolución permanente. Es necesaria la búsqueda de la pureza por medio del trabajo. Los hallazgos y los matices suelen aparecer con el transcurso del tiempo, y lo que para algunos es inseguridad, en otros es cualidad de corrección”.

Una aproximación al desconcierto (v. 2.0) se divide en varias partes. La primera se titula “Las limitaciones del lenguaje”. En ella se pone de manifiesto eso mismo, la existencia de lenguaje y la dificultad para desplegarlo en su totalidad. Con una forma de decir aparentemente sencilla, se exploran recuerdos profundos, convocados ahora, pasado el tiempo, con fuerza e intensidad. Por momentos, esa “vuelta” es un ajuste de cuentas. Es el lenguaje, las palabras pronunciadas, las que quedan y juzgan. Es, en definitiva, el lenguaje, o su imposibilidad, el que articula el libro. El hecho cotidiano se profundiza, se analiza y se eleva a poema, como una forma de buscar explicacion o incluso dar sentido al desconcierto que provoca. Sorprende la traspariencia, la sinceridad con que parecen escritos, sin que el texto se resienta, gracias, quizás, a los giros, piruetas, juegos lingüísticos empleados. Y gracias, sin duda, a esa forma de convocar lo grave con lo cotidiano, si es que ambos conceptos no son lo mismo.

Tal vez haya que volver al título. No sólo al desconcierto, sino a la acción de aproximarse. Esa es la actitud que vertebra el libro. Nos aproximamos al desconcierto, al lenguaje, al desencanto, a la memoria, a las continuas imágenes evocadas de un pasado no tan remoto. Una aproximación al amor, ya ausente pero vigorizado y revitalizado. Un amor que podría identificarse con la letra hache (leer el poema “Segunda evocación”), intercalada en la palabra, un sonido mudo que, sin embargo, tiene representación física. Un paréntesis donde sólo se alberga el vacío. Tal vez eso es lo que nos enseñe el autor: un amor perdido es un continente sin contenido.

Creo, con toda sinceridad, que Una aproximación al desconcierto (v. 2.0) tiene poemas estupendos. Y creo que ha tenido la suerte de estar bien cobijado, en una edición, la de SIM/Libros, cuidada y consecuente, esto es, con una imagen de portada que anuncia lo que está por venir: un cruce de calles, presumiblemente francesas, donde conviven los coches, los autobuses, las motos, los peatones, con o sin rumbo. Una escena cotidiana donde habita el desconcierto.

Posiblemente, algunos sólo conozcan a Sánchez Menéndez como el editor de La Isla de Siltolá. Ya hemos celebrado aquí, en varias ocasiones, esa labor. Por eso, me parece necesario recordar que detrás de esa editorial hay, ante todo, un escritor. Su blog, La vida al filo de la espada, ejemplifica lo que digo.

19.2.12

Elías Moro, una greguería

"El ojo de la cerradura multiplica la belleza de lo prohibido"

99 morerías, Elías Moro

13.2.12

Gilda en Versión Original

Hace unos días me llegó a casa lo nuevo de Versión Original, que ha alcanzado el número 200. Se dice pronto. Toda mi admiración para esta revista, que lleva unos años paseando el cine por librerías y bibliotecas. Para la ocasión, han contado con varias colaboraciones de escritores extremeños. Cada uno debía elegir la película de su vida, o lo que quedara más cerca. Entre otros: Álvaro Valverde escoge Te querré siempre; José Antonio Zambrano, Calabuch; La noche, José Antonio Llera; Campanadas a medianoche, Santos Domínguez; Hermano sol, hermana luna, Basilio Sánchez; El dulce porvenir, Paco Rebollo. El resultado, una revista-libro impresionante. En mi caso, elegí la que más se parece a la película de mi vida, Gilda. Bajo estas líneas, el texto que escribí. Antes, mi enhorabuena a los editores. ¡Por 200 números más!

El pasado siempre regresa

Comparto con Francisco Umbral una predilección especial por Gilda (Gilda, Charles Vidor; Estados Unidos, 1946). No es el único que mantuvo esa fidelidad (recordemos las sucesivas versiones, incluidas algunas de producción española, que continuaron con el mito de Gilda). Desde el cine, y también desde la literatura, se ha homenajeado de una manera o de otra a un film que no envejece, que conserva casi la misma expectación que generó en su estreno. Creo que los adeptos a la película de Vidor adoran por igual a Gilda y a Gilda, es decir, a la película y al personaje. Pocas veces un título ha acertado de tal forma, porque el papel que interpreta Rita Hayworth es capaz de conservar una intensidad similar dentro y fuera de la pantalla. Recuerdo una frase, paradigmática, de la misma Hayworth: “Los hombres se enamoran de Gilda, pero se levantan conmigo”. No podría explicarse mejor.

Son muchos los aciertos de la película. Para empezar, la caracterización de los personajes. Hemos citado a Gilda, pero no debemos olvidarnos de Johnny Farrell, interpretado magistralmente por Glenn Ford. De hecho, hasta la mitad del largometraje, Farrell es el verdadero protagonista de la historia. Es él quien pone la voz en off, quien narra los acontecimientos y, aunque al final es Gilda la que cobra el auténtico protagonismo, buena parte de la trama gira en torno a su personaje. Se trata de un jugador de poca monta que, como el trío que conforma con Hayworth y George Macready (Ballin Mundson, el propietario del club y tercer vértice del triángulo), es alguien que no tiene pasado, sólo futuro. O, matizando, necesita olvidarse de su pasado para volver a empezar. Sin embargo, si bien se muestra “fiel y obediente por un buen sueldo”, lo cierto es que su personaje goza de una complejidad mucho más rica de lo que parece. Todos son, en realidad, personajes complejos, porque todos, de una forma o de otra, ocultan algo. Ahí, me temo, reside uno de los encantos principales de esta historia.

Narrativamente hablando, Gilda es una película con una trama bien contada. Entre otras razones, por la elección del lenguaje. Esa pareja que forman Farrell y Gilda dominan los tres tiempos: su presente se narra desde el futuro, pero es su pasado el que precipita todo lo que les ocurre. Aunque hayan (re)nacido una noche, su memoria les sirve, a su pesar, de punto de partida. Un pasado, dicho sea de paso, que percibe el espectador desde múltiples insinuaciones lingüísticas. No hay flashbacks, ni siquiera rememoran ningún recuerdo común. Todo nos llega, repetimos, a través de juegos de palabras, de frases que esconden un significado mucho más amplio. El espectador de Gilda sabe que para entender la trama tiene que leer entre líneas (así, por ejemplo, cuando Gilda, en el inicio de la película, repite el nombre de Johnny y añade: “Es un nombre tan difícil de recordar y tan fácil de olvidar”). Volviendo a Farrell, su complejidad reside en que se trata de un personaje moral, cuyo drama particular consiste en sopesar la fidelidad a su jefe y la fidelidad emocional a una mujer. Sobre esa dicotomía se basa buena parte de la acción. Gilda, mientras tanto, es un personaje más instintivo, se deja llevar con más facilidad. Una mujer que interactúa con el entorno. Teme las consecuencias de sus actos, pero no se para a dimensionar lo que puede acarrear sus decisiones. En realidad, es Gilda quien genera la tragedia (no olvidemos que ella, indirectamente, rompe la promesa entre Farrell y Mundson: ambos convinieron desde un principio que no había que mezclar el juego y las mujeres). Las emociones, como dice un personaje, nublan el cerebro. Desde el momento en que Gilda entra en escena la película es un reguero de insinuaciones y frases con dobles sentidos que hacen estallar todo en pedazos. Un momento ejemplar, en ese sentido, es la fiesta de carnaval. Se contrapone un ambiente festivo con la inminencia del drama. No lo sabemos, pero sospechamos, por una extraña razón, que así será. Es imposible conformarse con las palabras de Mundson: contra lo que propone, nunca podremos echar fuera las emociones simplemente con cerrar una ventana y no oír el jolgorio de la calle. Indudablemente, lo que no se cuenta en Gilda es casi tan importante como lo que se dice. Por esa razón resultan inolvidables los certeros comentarios que se suceden, sobre el amor, sobre el odio, sobre la suerte.

El tercer vértice de la historia es Ballin Mundson, el ambicioso dueño del club que es testigo directo de una historia de amor y odio que nunca estará a su alcance. En realidad, es el prototipo de personaje que triunfa en los negocios, un falso vencedor, sin escrúpulos, que trata a lo que le rodea como una prolongación de sus propias posesiones. Muy cerca de estos personajes, debemos recordar al tío Pío (interpretado por Steven Geray), el viejo que sirve en los lavabos y que sorprende por su aguda intuición. Sus cortas intervenciones son también memorables.

Existen otros aciertos técnicos que convendría recordar. Por ejemplo, la combinación de planos. Desde el primer plano, cuando vemos por primera vez a Gilda en pantalla con su ya carismático movimiento de pelo, hasta los primerísimos planos, al observar desde cerca las manos que sujetan las cartas en el tablero de juego. Todo ello hace que el espectador forme parte de la historia. El trabajo de Vidor es, en ese sentido, formidable. La técnica que adopta para que el espectador observe a esos personajes trasciende la imagen, va más allá del simple encuadre. Permite que nos asomemos dentro y fuera y que seamos capaces de juzgarlos. Lo mismo ocurre con la fotografía (a cargo de Rudolph Maté), con su juego de claroscuros, o la música empleada, que tiene la habilidad de convertirse en parte crucial de la película.

Personajes, dirección, fotografía, música o guión…, todo ello reunido genera, sin duda, una película espléndida. Una de esas piezas cinematográficas imprescindibles. Inolvidable. Quien se acerque a ella seguirá asombrándose, una vez más, con la historia que nos presenta, aunque la haya visionado en múltiples ocasiones. Por esa razón y por tantas otras, nunca dejaré de acercarme a Gilda. No tengo ninguna duda de que el buen cine, como el pasado, siempre regresa.

11.2.12

Continuación

Hace unas semanas, Iván Humanes escribió un cuento/reseña con Dimensión de la frontera de fondo. Ahora continúo ese mismo diálogo/cuento a partir de su nuevo libro, Los caníbales, publicado por Libros del Innombrable. Los dos textos han aparecido en Revista de Letras.

5.2.12

Domingos

"Nada existe más parecido al fracaso que un domingo por la tarde".
Paseos con mi madre, de Javier Pérez Andújar.