Siempre que viajo llevo conmigo
un cuaderno. Empecé tomando notas en un par de hojas sueltas, durante un viaje
a París, hace casi quince años, y ahora esos diarios de viaje, con libretas de
todo tipo, ocupan una balda de unos treinta centímetros. Son quince cuadernos en total. Cada entrada
va encabezada por unas anotaciones, digamos, logísticas, a saber: hora, día de
la semana y fecha, lugar concreto (una calle, un café, una estación, etc.), la
ciudad o el pueblo desde donde escribo y el país al que pertenece. Apenas ha cambiado desde el inicio. No
obstante, y de ahí lo de apenas, cada vez soy más reticente a anotar también el
país. O la nación o el estado. Me di cuenta hace poco. Revisando las últimas entradas
descubro que me basta sólo con identificar el lugar. No necesito añadir más: ni
Francia, ni Polonia, ni Alemania, ni Argentina, por ejemplo. Sólo ese lugar
concreto en el que me encuentro. Juzgo
ese hecho como algo más significativo de lo que parece. Puede que adscribir un
territorio a un país me sobre. Puede que ya no aporte nada, ni a los diarios ni
a mi conocimiento del lugar. Es más, incluso me genera un cierto hastío. El
nombre de una calle o de una estación de tren tienen, para mí, un poder de
evocación mayor que el nombre de cualquier país o nación. Mi memoria funciona
mejor si evoco emplazamientos minúsculos, insignificantes. Lugares concretos
que son capaces de perdurar en el tiempo. Esos lugares que no necesitan días
nacionales para ser celebrados. Lugares que no se detienen, afortunadamente, un
once de septiembre o un doce de octubre, por anotar dos fechas tomadas (casi)
al azar.