“Yo no busco. Yo encuentro”, decía Picasso. Es una frase terrible, que deja al margen el inquietante y fructífero camino y se centra en el objetivo, en la última estación. Todo lo demás no ha sido más que un preámbulo, y carece de importancia cuando se superpone la meta, el objeto que dé sentido al porqué de una búsqueda. Lástima que algunos prefiramos situarnos en el lado contrario, conformándonos con la a veces irritante sucesión de un proceso. Ante la amenaza de sentir el medio como un camino inconcluso. O peor: un camino oscuro, sin salida. Pero nos es válido, porque intentamos convencernos de que la vida no tiene un fin. Nada nos conduce a ninguna parte. Otra frase trágica.
A menudo suelo marcar distancias entre lo trágico y lo dramático. Se debe a una cosmovisión personal, aquella que me dice que la tragedia, al final, acabará convirtiéndose en comedia si le sumamos el tiempo. El drama es diferente. No es un estado, es una condición, una manera de afrontar la realidad. Una premisa para el que observa el mundo y se siente angustiado, frustrado. Por eso, todo trágico o todo cómico no es completamente honesto: teme, al final, acabar interpretando un drama.
No he encontrado, por el momento, otra forma de comenzar un artículo sobre José Antonio Gabriel y Galán. Pienso en él como en alguien peligrosamente cercano, y sin embargo esa temeridad me sirve para descubrir que GyG no debe ser simplemente una sombra peligrosa, sino un escritor necesario. Lo quiera o no el canon, siempre tan aleatorio y trivial, lo cierto es que GyG merece estar en la lectura necesaria, no obligatoria, porque no podemos obligarnos a leer o a amar, como nos explicó Pennac. Pueden interpretar mis palabras como la reflexión urgente de un filólogo, de un lector o simplemente de un ser humano que reflexiona sobre lo que acontece dentro de sí mismo para comprender mejor lo que le rodea. GyG es un escritor necesario porque ha conquistado con soltura la tragedia y la comedia, y sin embargo ha sabido mantenerse fuera de la escena. Una virtud que le condujo a un aislamiento dramático. Quiso encontrar y se quedó, por el contrario, en una búsqueda ejemplar, aquella que convierte la literatura en algo imprescindible, en un sabio y hasta ejemplar sentido de la resistencia. Sobre él se pueden aplicar todos los tópicos que han alzado a escritores anónimos a figuras irrenunciables para comprender mejor la realidad de nuestro viejo siglo veinte. Entre ellas, su condición atemporal, porque su lectura siempre es un acontecimiento que transcurre demasiado pronto o demasiado tarde. Esto mismo pensaba mientras leía sus diarios. No sabía si debía haberlos leído antes o debía haber esperado al menos diez, veinte años. Su drama reside en que nos cuesta admitirle como una lectura del presente, que deje su ausencia y se convierta en alguien visible. Quizás fuera él mismo quien nos perdiera: se mantuvo a distancia y sin embargo intentó ocupar todos los lugares donde él mismo no pudiera llegar. La imperiosa necesidad de caminar y llegar hasta el final para reconocer que ese viaje también ha sido inútil. Renegó del tiempo y, por el contrario, fue uno de sus grandes cronistas. Provocó una pasividad reflexiva que no inducía ni al estancamiento ni a la movilidad. Por eso, no entiendo cómo sus lectores no han salido antes a la escena y han hablado por él. Suerte contar con la Editora Regional de Extremadura, como si por fin alguien se hubiera propuesto hablar también del reverso. La cara menos visible de la realidad y por ello la más importante, porque es la que en definitiva nos define, nos dice quiénes somos y qué queremos ser. Cuál será, al final, nuestro lugar en el mundo.
En fin. Poco más puedo decir con la lectura de los diarios de GyG tan cerca. Sólo sé que le debo algo, porque siento que el camino es bidireccional, como si tratar de entender lo que escribió fuera una manera de conocerme mejor. Si alguna vez escribo algo sobre él, intentaré rescatar algún viejo vinilo de los Beatles. Colocaré unas cuantas lecturas sobre la mesa, manejándolas al azar, sabiendo que todas ellas son parte de un juego, resistiendo mientras observo por la ventana un paisaje distante, delimitado a lo lejos por alguna carretera. Si alguna vez escribiera algo sobre Gabriel y Galán, comenzaría inventándome las últimas palabras de su diario: “Yo no busco ni encuentro”. Esa sería la mejor manera de resistir. La mejor manera de volver tras catorce años y no abandonar jamás lo que siempre nos ha pertenecido.