Del pasado fin de semana en Galicia, concretamente en A Coruña, me vienen a la memoria varias imágenes ya inolvidables. Uno nunca ha frecuentado el norte con asiduidad, pero de un tiempo a esta parte las visitas puntuales comienzan a convertirse en el inicio de una costumbre. Me encuentro bien allí, porque es un paisaje envolvente, mítico, y porque me resulta un entorno ajeno, diferente a la forma que he tenido de concebir mi propia vida. Ese aire distante poco a poco va perdiendo su condición de lejanía, y vuelve a mí con una intensidad cercana, con una suavidad próxima, aunque la meteorología siga siendo una cualidad a la que tardaría en acostumbrarme. Pienso en la eterna Donosti, en la incalculable dimensión de Gijón, que no por poco extensa deja de ser enigmática, en los extraños paseos de Santander, visible y a la vez oscura, como si tratara de esconderse en la aparente superficialidad de su naturaleza y confundiera su luminosidad con el lujo provinciano (quien visita Satander, como la denominó Benjamin, sabe que su perfección reside en buscar precisamente lo contrario). De igual forma, los pueblos fronterizos que dejan Cantabria y se adentran en Asturias, como Lastres, un increíble mirador del mundo. Ya, desde hace tan poco, también pienso en A Coruña. De ella guardo recuerdos múltiples, que sanan una vieja cuenta con la ciudad (la primera vez que estuve allí la visité de forma sumamente accidentada). Entre esas eternas imágenes rescato varias, que perviven en esta habitación barcelonesa: su inmensidad de vidrieras, que la elevan a ciudad de cristal, un título tan austeriano, su encrucijada de calles que suelen converger en María Pita, su apuesta por una modernidad capaz de sobrevivir a su antiguo alcalde (desde hace unos días, afortunadamente ya en el Vaticano), el tranvía que cruza Riazor vulnerando los límites del tiempo, sus humildes miradores escondidos entre la piedra y el vidrio, sus cuestas, tan marítimas y atlánticas, que separan por arte de magia el mar y la montaña, el agradable contraste de los coches y las gaviotas, el paseo que observa el mar, y viceversa, extensión interminable que concluye en el faro más antiguo del mundo todavía en funcionamiento, el de Hércules, presidiendo un océano curvado, por si nos quedaba alguna duda de que La Tierra era redonda. Sin olvidar los parajes cercanos, auténticas joyas, esparcidas de pazos y hórreos, de caminatas místicas, compensadas por la sutil y generosa gastronomía, como aquel restaurante de Pontedeume donde preparan una lubina excelente, o las vistas grisáceas de la perdida Ares. Y todo ello bajo la inestimable compañía de Begoña y de Isma, a quienes les cuesta disimular su tímido orgullo de habitar la inolvidable ciudad en la que viven ya desde siempre. Al volver con Beatriz al aeropuerto, sabíamos que no sólo dejábamos atrás una ciudad, sino un lugar que acabará por observarse a través del diálogo con nuestra cualidad más valiosa: la memoria.