Salamanca. Punto seguido
En
realidad, que yo acabara estudiando en Salamanca no fue más que una consecuencia
del azar. Ni la cercanía con mi ciudad natal, ni el prestigio de su
universidad, sino empujado por otras razones que, por entonces, creía esenciales
en mi vida. Cuestiones que, dicho sea de paso, dejaron de resultarme tan
importantes después de un cierto tiempo. Medio curso, para ser exactos. Una vez
que conseguí olvidar esos motivos, o que esos motivos me olvidaran a mí, dudé en
marcharme y terminar la carrera en otro sitio. En Granada o en Barcelona, como
había pensado desde el inicio. Al final, no sin algunas reticencias, decidí
quedarme. Y creo que hice bien, porque sentí, casi por primera vez, que mi
estancia en Salamanca sólo dependía de mí mismo. No era poco.
¿Qué
empuja a un alumno de letras a estudiar filología? En la mayoría de los casos,
salvo contadas y honrosas excepciones, la respuesta es evidente: porque quieren
ser escritores. Esa es la razón predominante. Quieren ser escritores y piensan
que en filología les van a enseñar a serlo. Tardamos tiempo en asumir que no
hay un camino preestablecido para convertirte en algo que ya eres, más allá de
itinerarios académicos y de cursos. Les sucede a muchos estudiantes de Ciencias
de la Información. O a los alumnos de Bellas Artes, por citar un par de casos a
los que podría sumarse, sin demasiado esfuerzo, una colección de títulos
universitarios que no cumplen nuestras expectativas iniciales. Lo mejor es
asumirlo pronto. En esto tuve suerte: en mi primera clase, el profesor que
impartía la asignatura de fonética y fonología, Gómez Asencio, nos advirtió de
eso mismo antes incluso de empezar a explicar los contenidos de su materia. Lo
dijo muy claro. Por eso lo recuerdo.
Ese era,
grosso modo, el panorama. Un estudiante de unos dieciocho años, que se había
desplazado a una ciudad como podía haberlo hecho a otra cualquiera, que tenía
la impresión de que se encontraba en el lugar equivocado y que, para redondear
su mala suerte, le habían borrado de un plumazo las razones que le empujaron a cursar
una carrera. No había pasado ni un cuatrimestre. Me parecía imposible prolongar
otros cuatro meses, pero pasaron, y pasaron después tres años. Hasta 2002,
cuando la ciudad iniciaba los actos de su recién estrenada capitalidad cultural
europea. Ya dije: decidí quedarme en Salamanca. Y si elegí la opción correcta, es porque traté de convertirla
en un lugar propio, un territorio que también fuera mío. Por eso ahora puedo
escribir sobre todo eso. Ignoro cómo se consigue explicar una ciudad si
previamente no la hemos interiorizado, si no hemos residido en ella. Por
residir no me refiero a una estancia de años, sino a una experiencia que,
siquiera por unas horas, nos cambia la vida para siempre. Aunque no lo
advirtamos en un primer momento. A veces debemos invertir demasiado tiempo para
comenzar a entender lo que sucedió en nuestro propio pasado. Yo necesité casi una
década. Cuando por fin me propuse escribir sobre la ciudad y sobre aquellos
años, lo hice con un poema que titulé “Salamanca. Punto final”, como si ese
enunciado sirviera para dar por concluida una época que no se abandona del
todo, porque «nadie es capaz de olvidar la suma de muertes/ por las que
trascurre su vida». Así se cerraba el poema. Antes de esos versos, quizás tan
lapidarios, quise traer de vuelta algunos de mis trayectos más habituales: paseos
por Canalejas, incursiones en la biblioteca de Las Conchas, charlas en Anaya o
en algún banco de la Alamedilla, visitas a la Casa Lis, con sus magníficos
ventanales. Subidas y bajadas por la calle Zamora, como en una película de Juan
Antonio Bardem. La plaza del Oeste. El frío nocturno cuando atravesaba el
Tormes al regresar de Plasencia. Todo eso quedaba fijado en el poema, igual que
los autores que me acompañaron desde Las Conchas hasta algún café de la zona.
El Alcaraván, sobre todo. Escritores que nombré y que, de alguna forma, los
asocio siempre a la ciudad. Hablo de Roberto Arlt y de José Ángel Valente. Poco
importa que su origen sea distinto. En realidad, un escritor nace en el lugar
donde lo leemos por primera vez. También cité a José Hierro, porque era el
autor de un poema estupendo, “Alucinación en Salamanca”: «Quién disipó el lugar
/ (o el tiempo) que me daba / su sangre, el que escondía / el lugar (o era el
tiempo) / no vivido. Y por qué / recuerdo lo que ha sido / vivido por mi cuerpo
/ y mi alma. Qué hace / aquí, por mi memoria, / este avión roto, un viejo /
Junker, bajo la luna / de diciembre. La niebla, / la escarcha, aquel camino /
hasta el silencio, aquella / mar que estaba anunciando / este mismo momento /
que no es tampoco mío».
Volvamos
al comienzo, a los meses que siguieron tras tomar la decisión de no marcharme a
otra ciudad. Un momento, como el de Hierro, que tampoco era mío. Con una
carrera que no me haría escritor y con esa sensación de orfandad que surge
cuando nada es lo que esperábamos, me decidí a rellenar huecos por mi cuenta, siguiendo
la pista de algunas referencias literarias que conocía de antemano. Comenzando
por los clásicos, ese tipo de libros que tienen la rara habilidad de burlar el
tiempo, que parecen escritos en el momento de su lectura, aunque esa lectura
llegue varios siglos más tarde. Si bien existe en ellos un escenario más o
menos identificable, no sabemos hasta qué punto trascurren en un lugar
concreto. Logran algo que parece imposible: que lo narrado pueda suceder en
cualquier espacio y en cualquier época, más allá de los condicionantes propios
del contexto en el que fueron escritos. Algo de eso hay en alguno de los
emplazamientos salmantinos en donde trascurren algunas de las mejores obras de
la literatura española. Pienso, por ejemplo, en La Celestina y me pregunto, casi por enésima vez, en qué lugar se
encuentra el huerto de Calixto y Melibea. Es curioso, después de cuatro años
viviendo en Salamanca no sabría decir dónde queda exactamente. Las veces que
fui lo hice acompañado de otras personas. Sé por qué punto del mapa empezaría a
buscarlo, pero no podría indicar su posición exacta. Como me dejaba guiar, lo
encontraba casi de súbito, inesperadamente, y una vez dentro esa sensación de
intemporalidad se multiplicaba, como si todo lo que le rodea se desplazara a su
aire, sin planos ni direcciones, al margen incluso de la propia ciudad. Un
pequeño huerto cubierto de árboles, al que se accede por un arco, y en cuyo
interior encontramos un pozo que parece habitar el jardín desde el origen de
los tiempos. Muy cerca, una estatua de Celestina y una inscripción en la piedra
que la sostiene: «Soy una vieja cual Dios me hizo», del acto XII. El límite del
huerto irrumpe como una gran sima, una pendiente que se desliza por la antigua muralla
de la ciudad. Aunque tenga unas coordenadas precisas, su ubicación, ya dije, me
resulta tan confusa como el género o la autoría de la obra a la que inspira. Igual
que me sucede con algunas obras inmediatamente posteriores y que eligen la
ciudad como escenario. Ahí se sitúan las primeras páginas de la novela que más
veces he leído, La vida de Lazarillo de
Tormes. El toro de piedra, un símbolo de ese tono tragicómico tan
característico de la novela, sigue presidiendo uno de los dos extremos del
puente romano que salva el río. ¿Da inicio a la ciudad o la concluye? ¿Nos
adentra en ella o nos despide? Siempre me he decantado por lo segundo: el toro es
lo último que vemos, da por finalizada la ciudad y nos empuja a seguir adelante.
Como al propio Lázaro de Tormes, o como al licenciado Vidriera. Personajes
arrojados hacia el exterior, marginales, desplazados. Aunque no quieran, continúan
vagando, porque no pueden detenerse. Esa es su virtud y esa es, también, su condena.
Pícaros sin patria a los que simplemente les basta con estar en Salamanca. O
con salir de ella. Porque sólo cuando pensamos en abandonar una ciudad empezamos
a comprenderla.
Salamanca
es un territorio inagotable en lo que a paseos literarios se refiere. En pocos
lugares de dimensiones parecidas se esconden tantos rincones relacionados con
ese universo de libros y de autores. No es sólo una ciudad, sino una
constatación de que poseemos una literatura extensa, rica, heterogénea. Mientras
la recorremos, tenemos la sensación de estar inmersos en un proceso de
relectura. Estos son el tipo de lugares que no se acaban nunca, los que guardan
en su interior un escenario que ha sido capaz de suprimir sus propios límites
para formar parte de todos. Lo universal, diría Valente, es lo particular sin
fronteras. Caminamos por la ciudad, por la “ínclita ciudad” en palabras de Lope
de Vega, y el tiempo nos engulle, nos convierte en testigos que observan. Y al
hacerlo retrocedemos hacia ese lugar que creíamos ficticio, como si nunca
hubiera existido más que en las páginas de un libro. Cuesta creer, por ejemplo,
que se pueda visitar el aula donde impartía clases Fray Luis de León. O el
pueblo donde aún se conserva una parte del cuerpo incorrupto de Santa Teresa. Hay
ciertos sucesos que al interiorizarlos los cubrimos con una pátina de
irrealidad. La misma que surge al leer ciertos poemas románticos o ciertos
dramas. El estudiante de Salamanca,
sin ir más lejos. Es la confusión del lector que se sabe leído por alguien a
quien cree conocer pero que no conoce del todo. Le mira tan fijamente que acaba
desconcertándole. ¿Acaso no es eso Niebla,
la magnífica novela de Unamuno? ¿Es casual que Augusto Pérez vaya a visitar a
su autor y que ese autor viva en el centro de la ciudad? Tal vez esas sean las
preguntas que perduran en nosotros, porque cuestionan el significado de nuestra
propia existencia. La duda es una actitud que nos permite alargar las cosas,
extenderlas sin final. No hay más consistencia que aquello que carece de una
base sólida. Por eso la literatura continuará a pesar de nosotros, porque nunca
conseguiremos resolver lo que tiene verdadera importancia.
Hay dos
plazas que siempre me han resultado mucho más agradables que la vecina plaza
Mayor. Menos espectaculares, sin soportales ni medallones, sin la
monumentalidad ni la hipnótica iluminación del epicentro de la ciudad. Hablo de
la plaza de la Libertad y la de los Bandos. En esta última vivió una salmantina
ilustre, Carmen Martín Gaite, cuyos recuerdos de la ciudad se reflejan
veladamente en su novela Entre visillos
y de forma más clara en El cuarto de
atrás. La estatua erigida en su memoria, en uno de los laterales de la
plaza, no le hace justicia. Es una mole pesada, demasiado rígida. Muestra a la
autora con actitud marcial, disciplinada, estricta. Su sonrisa parece una mueca
petrificada. Siempre me costó identificarla con una escritora que tiene poco de
severa y de antipática. Tampoco encuentro en su café habitual a otro de los
novelistas más importantes de la ciudad. Gonzalo Torrente Ballester solía ir al
Novelty, uno de los bares de la plaza Mayor. Una nueva estatua le fija en su
mesa de siempre. Sin embargo, me fue difícil evocar a Torrente Ballester en un
lugar que no era el mío, que me desplazaba hacia fuera. Por eso prefería
acercarme a la contigua plaza de Abastos y encontrarme, siquiera por una mínima
fracción de tiempo, en algún pasaje de Los
gozos y las sombras. En el Novelty, si la memoria no me falla, sólo he
entrado una vez. Me decantaba por otros cafés mucho más agradables y vivos que el
anquilosado Novelty. El ya citado café Alcaraván, por ejemplo, o el Rayuela, en
plena Rúa. Lugares que guardan mejor el testimonio de su presente. Tal vez de
aquí a un tiempo se conviertan en bares más aristocráticos y refinados, más
elegantes, pero será una elegancia impostada, la que otorga un pasado remoto
que ni siquiera ellos recuerdan. De eso adolecía la ciudad cuando vivía en
ella, de reflejarse demasiado en un tiempo pretérito, glorioso, y no prestar
atención a una cultura que seguía en marcha. Porque Salamanca continúa con
nuevas voces y nuevos ámbitos. Con nuevos escritores que conocí allí mismo:
Alberto Santamaría, David Vegue, Juan Antonio González Iglesias, Ben Clark, María
Ángeles Pérez López, Raúl Vacas, Fabio Rodríguez de la Flor, David Ferrer, Andrés
Catalán… Una breve lista de nombres a los que se podrían sumar otros tantos que
por desconocimiento o por despiste no haya citado ahora. Sin olvidar, claro,
que Salamanca es la ciudad de Aníbal Núñez, uno de los mejores poetas de la
literatura española contemporánea. Y dejo para el final a un escritor singular,
extraño, un poeta al que todos conocíamos y que, estoy seguro, se ha quedado
fijado en nuestra memora: Remigio González Martín, más conocido como Adares.
Tengo tan asociado su puesto de libros a la plaza del Corrillo que aún hoy me
cuesta imaginar ese cruce de caminos sin él. Libros, en su mayoría,
autoeditados. De hecho, nunca he conocido a otro genio de la autoedición como
Adares. Un “surrealista de hogaza”, como le definió Aníbal Núñez, que había
hecho de ese rincón su propia “Cátedra de Poesía”, un minúsculo y merecido
púlpito que desafiaba a toda institución universitaria, con la humildad y la
extravagancia de quien vive dedicado sólo y exclusivamente a la poesía.
Ahí está
el presente, mi presente, y así lo valoro en este momento. Quizás por eso hoy escribiría
de otra forma el poema que dediqué a la ciudad. Al menos modificaría su título.
Porque Salamanca no fue un punto y final, sino un punto de partida. O un punto
y seguido. Una ciudad, en todo caso, que vuelve a mí porque no me abandona, con
la misma serenidad de quien mira hacia atrás con satisfacción y sin nostalgia.
[Publicado en Quimera, núm. 386, enero de 2016]