Posibilidad de una isla
En el
poema “Marinheiro sem Mar”, Sophia de Mello dejó escrito un verso cargado de
sentido: «Todas as cidades são navios». Es una buena definición, algo que tiene
un mérito enorme tratándose de un asunto tan complejo como este, porque definir
una ciudad, como nos advirtió Georges Perec, supone adentrarse en un terreno
demasiado vasto en el que existen muchas posibilidades de equivocarse. Sophia
de Mello, por el contrario, no se equivoca: todas las ciudades son barcos.
Igual que son islas. Y después, más allá del plano metafórico, está La Valeta:
una ciudad dentro de una isla cuya fisonomía se asemeja a un barco orientado de
norte a sur.
Creo que
fue Javier Rodríguez Marcos quien recomendaba al viajero no leer libros sobre
el lugar al que le había llevado su viaje. Tal vez esté en lo cierto y sea
mejor acercarse a otras lecturas que sucedan a mucha distancia del lugar
visitado. Reconozco que, desde entonces, he tratado de seguir su consejo, si
bien en ocasiones me ha sido imposible renunciar a la lectura de un libro de
Modiano si pasaba unos días en París, o de Anna Maria Ortese si me dirigía a
Nápoles o a Milán. En Malta no tuve que someterme a elección alguna, porque no
pude, o no supe al menos, encontrar autores malteses traducidos al castellano. Hablo
del verano de 2009 (desconozco si tal carencia continúa seis años más tarde). Lo
que sí encontré fueron textos que se ocupaban de la historia de la isla y
algunos fragmentos de autores que habían vivido allí, aunque sea por unos días.
Sobre su historia poco puedo añadir. Ya lo explican mucho mejor otros libros. Quizás
sólo una cosa, un contraste que aún hoy llama mi atención: pese a su pequeñez,
Malta contiene un legado histórico inmenso. Y algo más: su sincretismo
cultural, su pasado repleto de tribus, pueblos, dinastías, imperios y coronas.
Al final, cuando me detengo en su historia siempre me asaltan las mismas
cuestiones: ¿qué nación es Malta?, ¿cuál es la identidad de un lugar que se ha
conformado de muchas identidades distintas, con un idioma híbrido heredado de
otras formas del lenguaje?, ¿un pequeño enclave que se integra en una misma
patria común?, ¿acaso no es eso el Mediterráneo? Me pregunto, entonces, por qué
perder el tiempo en tediosas discusiones sobre derechos históricos, identidades
nacionales y demás pasatiempos si, en realidad, todos estamos conectados de una
manera o de otra, si nuestro carácter no es único, sino múltiple. En este punto
suelo acordarme de la Anábasis de
Jenofonte: cuando los expedicionarios llegan a una costa situada a mucha
distancia de su hogar, saben que por fin han regresado a casa.
Si una
ciudad es todas las ciudades, como escribió Álvaro Valverde, La Valeta sería un
ejemplo perfecto. Porque la capital maltesa es también Forio, Náfplio, Catania,
Tossa de Mar o Cádiz. Incluso más allá del océano: es Colonia del Sacramento y
La Habana. Una ciudad mestiza, cuya simbiosis de culturas se percibe en los luzzu, las pequeñas embarcaciones que
salpican el Gran Puerto. Barcas de pescadores que añaden colores muy vivos al
agua, mientras trasportan viajeros de una orilla a otra. Les preside, a cada
lado de la proa, el ojo vigilante del dios egipcio Osiris, una costumbre que
continúan los fenicios y más tarde los pobladores griegos. A bordo, un pequeño
altar cristiano. Sabía de los luzzu
por Flaubert y su Viaje a Oriente, el
diario que recoge su camino hasta Egipto y Constantinopla al lado de su amigo
Maxime Du Camp. Un viaje que comenzó en 1849 y duró unos dos años. En él encontramos
algunas anotaciones de su paso por Malta: las embarcaciones del Gran Puerto,
las calles limpias y regadas, los balcones y galerías de madera pintadas de
verde, su descripción de Mdina (Città Vecchia en sus crónicas), las catacumbas
de Rabat. Un siglo y medio más tarde todo sigue igual. Especialmente los
balcones y las galerías, su forma de tapizar de verde las fachadas, en
contraste con el perfil arenoso de la muralla. Un paisaje urbano que parece
construir una extraña manera de naturaleza, como si viéramos trepar enredaderas
en lo que es sólo pintura. Aquello fue lo primero que llamó mi atención y lo
que recuerdo más vivamente. Ese juego de tonalidades ocres, cuando el sol
ilumina a medias los edificios de La Valeta, me hace recordar a otro visitante
de la isla, Caravaggio, que llegó a Malta por culpa de sus tormentosas
relaciones con la justicia. El claroscuro de la ciudad es el mismo que el de
sus cuadros. Allí siguen dos de sus obras: San
Jerónimo escribiendo y La
decapitación de Juan Bautista. Me encuentro con el segundo en la
Concatedral de San Juan, un edificio austero por fuera y obscenamente recargado
en su interior, al más puro éxtasis barroco. El suelo pavimentado por losas de
mármol ocultan los sepulcros de cientos de caballeros hospitalarios. Nada más
sobrecogedor, en palabras de Walter Scott. A Flaubert, y cito textualmente, el
interior de la iglesia le recordaba a las formas españolas de seducción. Volviendo
al cuadro de Caravaggio, La decapitación
de Juan Bautista guarda un hecho insólito: es la única pieza firmada por el
autor. Su nombre aparece en el charco de sangre que emana del cuello cercenado
de Bautista. Cuando repaso cada una de sus letras rojas, me viene a la memoria
un verso de Eduardo Moga escrito allí mismo, a finales de los años 90: «La
muerte es una rosa triste en el centro de la sangre». Pertenece al libro Las horas y los labios, publicado en
2003, cuyo origen se encuentra en una visita del autor a Malta. Buena parte de
los poemas de ese libro surgen de sus paseos por La Valeta, mientras cruza una
calle «a la que el delirio proporciona una dolorosa exactitud», siguiendo ese
trazado geométrico que vertebra la concurrida Triq ir-Reppublika. Son
recorridos en los que «el ojo se disuelve en la mirada» y «los otros que me
habitan regresan a su ausencia». No sé si fruto del azar, o de una casualidad
inconscientemente provocada, lo cierto es que tiempo después he sabido que
ambos nos habíamos alojado en el mismo hotel, el Osborne, entre las calles
M.A.Vasalli y South St, cerca de la zona en la que, a pesar de sucesivas
prohibiciones, algunos caballero se seguían batiendo en duelo. Quizás, puestos
a especular, mi habitación es la misma en la que escribió, diez años atrás, un
fragmento del poema XIX: «Vivo, ahora, en una isla. La mesa es una isla. Ojalá
la eternidad fuera esto: una isla sin mar, un periódico abierto, los objetos
rendidos a la mano».
Moga no
es el único escritor barcelonés que ha dedicado alguno de sus poemas a Malta.
También José Ángel Cilleruelo nos habló del silencio de Mdina, de las
ondulaciones y barrancos de la isla, del Gran Puerto de La Valeta, de las
farolas que en los muelles vigilan y protegen la ciudad, del reflejo de las
galerías en las que se proyecta nuestra mirada y «dibuja sobre el vidrio un
paisaje incompleto». En la cercana costa de Marsamxett, bajo el Fuerte de St.
Elmo, nos dice que «no es el agua, sino el tránsito lo que sobrecoge».
Hay un
autor más en esta lista de escritores barceloneses que se han aproximado a
Malta. Me refiero a Agustín Calvo Galán. Aún conservo su plaquette Vendimia maltesa, publicada unos meses
antes de mi viaje a la isla. Agustín se desplaza a Tarxien, una zona hoy
urbanizada que ha perdido cierto esplendor, al menos en comparación con otros
lugares que se erigen sobre paisajes solitarios. Ġgantija o Ħaġar Qim, entre
otros. En las palabras preliminares que abren ese cuaderno poético, Agustín hace
suya una pregunta de Enrique Gómez León: ¿No son las construcciones megalíticas
un monumento a la inmortalidad, una forma de permanencia cuando todo se ha
extinguido? Ante la ruinas, escribe, «la vista se ciega». En un mediodía de
agosto, bajo un sol soporífero, el silencio, el cansancio y la sed van borrando
por completo el paisaje, dominado por el sonido de cigarras, columnas de hormigas
y gatos solitarios. Un territorio de piedras anchas, redondeadas y en calma,
que representan la posibilidad de regresar algún día, a la espera de un segundo
nacimiento que vuelva a situarlas en el mundo y demuestren que nada de lo que
ha sucedido se pierde del todo. Como los restos de metralla que aún se
distinguen en las paredes de algunos edificios.
El viaje
continúa, porque Malta no se acaba en Malta, sino en otras islas. Hablo de Gozo
y de la minúscula Comino. El camino es corto: un autobús de línea, el 45, y un
barco que nos acerca a las costas gocitanas. La travesía es magnífica. Rodeado
de mar, no sabríamos decir con exactitud en qué dirección se encuentran Chipre
o Sicilia, si al otro lado nos esperan Grecia o las playas tunecinas. No somos
capaces de situar las fronteras que separan un país de otro. Como en el poema
de César Simón, desconocemos en qué lugar del tiempo y del espacio, de la
realidad y del sueño, sucede nuestra vida. Lo más parecido a la patria de
quien, por mucho que lo intente, carece de ella. Es justo ahí donde se
entrelazan todos los sucesos del Mediterráneo, justo ahí donde aprendemos que
los países ribereños forman parte de un territorio común. Incluida Comino, la
pequeña isla ahora deshabitada, en la que se agolpan los barcos llenos de
turistas poco antes de lanzarse al Lago Azul.
En una
carta dirigida a Lady Waldegrave, en 1866, el escritor e ilustrador Edward Lear
reconoce no encontrar el lenguaje más adecuado para hablar de Gozo, porque
«ninguna palabra puede describir su magnificencia». Tiene razón. ¿Cómo escribir
sobre una isla que parece anterior a Malta?, ¿qué idioma consigue traducir lo
que uno ve a través de Tieqa Zerqa, el túnel que, tras múltiples erosiones y
desplazamientos de tierra, se ha convertido en una gran ventana abierta al
Mediterráneo? La escritura es, en ocasiones, una lucha contra el lenguaje, una
herramienta defectuosa, incompleta, deficiente. Sobre todo cuando se propone
describir lo que escapa a la construcción del ser humano.
Un
autobús me lleva a Xlendi, en el suroeste de la isla. Allí me había citado con
un escritor al que no conocía aún en persona, Jesús Aguado. Quedamos en el
Churchill, un restaurante espléndido que da a la bahía. Aguado suele hacer
escala en Gozo antes de continuar su viaje a la India, por eso conoce bastante
bien el país. Frente a esa costa interior, como si fuera un lago a salvo de la
inmensidad del océano, charlamos durante un buen rato. Antes del viaje había
leído su libro El fugitivo de Xlendi,
un breve poemario dedicado al pueblo gocitano y a la vecina Malta. Le recuerdo
alguno de los versos de aquel libro: «contempla cómo se alzan las costas,/ y la
piedras también/ y todo se hace ojo, trasparencia,/ infinito», y otros poemas
como “Kabir” o “El tiempo y la eternidad”, cuyo final me había aprendido de
memoria: «habrás quemado lo que fuiste y serás y habrás llegado/ al fin a lo
que eres:/ una llama apagada, inextinguible». El último poema, “El saltador”,
parece una descripción exacta de lo que vemos desde el Churchill: un goteo
constante de niños que se arrojan al agua. Durante una décima de segundo quedan
suspendidos en el aire. Una silueta vaporosa con la que desaparecen del mapa,
ingrávidos, libres al fin. Así concluye: «Es el mundo el que salta, no es el
hombre/ Cuando se eleva ya no piensa en nada/Su interior es agua, filamentos o
polvo/ Es el puro movimiento/ y la inmovilidad perfecta y pura:/ es el mundo
que gira y el mundo detenido/ El saltador se duerme en el aire/ y nos sueña».
Más allá
de ese fugitivo de Xlendi, Aguado me pone en la pista de otros lugares. Uno de
ellos es Manoel, una isla cercana a la ciudad de Gżira. Los Caballeros de la
Orden de Malta la emplearon como lazareto, igual que los británicos. Llegó a
reunir a unos 1000 internos durante las epidemias. Ningún viajero podía
sustraerse a las rígidas leyes de cuarentena de Malta, un aislamiento que podía
durar hasta 80 días. Pasaron por allí Coleridge, Thackeray, Walter Scott o Lord
Byron, quien confeccionó un diario imaginario de su viaje a Constantinopla, Las peregrinaciones del escudero Harold,
en el que recuerda su reclusión en Manoel: «Adiós, a ti, maldita cuarentena,
que me causaste fiebre y agriaste mi carácter». En otro momento, por cierto, también
se despide de las «malditas calles escalonadas», un auténtico calvario para
alguien cojo como él. Aparecen otros nombres: Cneo Nevio, el dramaturgo que
escribió sobre la devastación y los saqueos que sufrió la isla durante el
imperio romano; Alonso de Contreras, cuyas aventuras por el Mediterráneo le
hicieron pasar por tierras maltesas y por las páginas de Lope de Vega, Ortega y
Gasset o Pérez Reverte; Peter Berling y sus tres volúmenes dedicados a la
historia del país; Rosa Ceres, la escritora argentina que se estableció en
Malta escapando de la dictadura de Videla; o el Duque de Rivas, que desembarca
en la isla por culpa del absolutismo de Fernando VII, experiencia que queda
plasmada en su poema “Al faro de Malta”.
Regreso a
La Valeta a última hora de la tarde. Durante un rato, vuelvo a sentirme como el
único habitante de la ciudad. Apenas me cruzo con nadie. En realidad, me digo, no
existen los paseos completamente solitarios, porque siempre aparece una
muchedumbre de ausentes que se proponen acompañarme en el camino. Sé que la
isla ha modificado su fisonomía. Las antiguas fortalezas son simples baluartes
del turismo. Los complejos hoteleros invaden la costa. Los antiguos Caballeros de
la Orden de Malta se han convertido en hombres anuncio que se apostan tras la
puerta que da inicio a la ciudad, con un gran cartel que lleva inscrito un nuevo
lema en su escudo: Sale from 1€. Lo
que fue el mayor hospital de Europa acoge ahora a otro tipo de enfermos,
estudiantes de inglés en su mayoría, más preocupados por el horario de cierre de
los espantosos locales de ocio que por un tiempo de apertura. Sólo tenemos que
acercarnos a la vecina St. Julian´s para comprobarlo. Tampoco es posible divisar
en el aire a ningún halcón maltés, una especie protegida que se extinguió hace ya
35 años. Sin embargo, sé también por qué no regresaré a un lugar del que, en
apariencia, nunca habré salido. Somos la imagen de una ciudad, y una ciudad, ya
dijimos, es todas las ciudades. Ahí se encuentra la diversidad que puede explicarte
lo que esencialmente eres. Con el tiempo, y algo de suerte, esa suma de lugares
se convertirá también en tu refugio. Eso significa la raíz fenicia de la que,
según algunos, procede el nombre de Malta. Un rincón en el mundo que parece
construido para protegerte, que se desplaza lentamente aunque lo creamos
inmóvil. Cuando te detienes, como diría Edmond Jabès, se inicia la aventura.
[Publicado en el número 364 de Quimera. Revista de Literatura, noviembre de 2015]