Monstruos en su laberinto
«Aspiro a crear una especie de no género hecho de
ficción, autobiografía, ensayo, poesía y, por supuesto, ¡chistes!». Este es uno
de los fragmentos que integran El monstruo ama su laberinto. En él Simic nos da
la clave: afanarse en la búsqueda de un tipo de escritura que se nutra de
varios géneros al mismo tiempo, partiendo de todo lo que tenga a su alcance, y
construir así un universo múltiple, heterogéneo, irreverente. Inclasificable,
en el mejor sentido del término. Una escritura disparada que, al ensancharse,
logre dilatar la mirada del lector. Eso es lo que encontramos en El monstruo
ama su laberinto, un libro que contiene en sí otros muchos libros, a medio
camino entre el ensayo, el aforismo, el poema en prosa o la autobiografía, y al
que se suman un apéndice con tres poemas del autor y un certero epílogo de
Seamus Heaney.
El título es ya una declaración de intenciones.
Simic no es Teseo, sino el Minotauro, y su objetivo, más que salir, es explorar
lo que hay dentro de ese laberinto que le encierra. En ese proceso de búsqueda,
de ahondamiento, Simic observa y va tomando notas sobre lo que encuentra a su
alrededor. La escritura se convierte en un modo de averiguación, una forma de
aproximarnos a la esencia de lo que sucede. Rastrea en el pasado y lo
actualiza, en un juego en donde la invención y la realidad se confunden («en mi
caso la ficción no era más extraña que la verdad»). Todo lo que encontramos se
vuelve enigmático a nuestros ojos. Por un lado, lo aparente; por otro, lo que
subyace tras esa misma apariencia. Simic describe un objeto y nos lo devuelve
con un uso distinto, como parte de una fantasmagoría inexplicable. Un realismo
misterioso que se adentra en lo que permanece oculto, en la opacidad de lo
claro o diáfano. Se trata, al decir de Seamus Heaney, de la «naturaleza doble
de la geografía de los poemas» de Simic, en la que se superponen diversos
planos y multiplican eso que, con mayor o menor acierto, llamamos las
posibilidades de lo real. Es ahí donde fija su mirada: en lo que de inverosímil
guarda todo acontecimiento (recortes de prensa, anuncios publicitarios,
imágenes captadas a diario, escenas urbanas, conversaciones ajenas). Al final,
lo externo se identifica con un estado interior, porque todo «es un espejo si
lo miras el tiempo suficiente». La intimidad se convierte en una experiencia
común en la que nos sentimos partícipes. Un salto a lo desconocido a partir de
algo tangible, inmediato, cuya intención es «arrinconar al lector y hacerle
imaginar y pensar de otra manera», mostrarle que «las cosas más familiares que
les rodean son ininteligibles». De nuevo, la atmósfera que genera nos envuelve
de tal forma que es imposible escapar de ella. Simic no sólo observa. Simic nos
enseña a observar. Es justo ese matiz el que le convierte en un autor
imprescindible. Si se detiene en una habitación vacía, no es para enumerar lo
que falta, sino para escuchar un silencio que pone al descubierto algo tan
mínimo como una mota de polvo. Si nos habla de una casa que se consume por el
fuego, lo hace para mostrarnos a quien, desde dentro, lee un libro en
llamas.
En El monstruo ama su laberinto se abordan
infinidad de temas, con la perspicacia de quien los ha reflexionado durante una
buena temporada. Sus fragmentos son radiografías de la sociedad, de la
política, de la identidad cultural, de la emigración, de la creación literaria,
por citar algunos temas que aparecen de forma más frecuente. Sus análisis son
lúcidos y contestatarios: «El nuevo sueño americano es llegar a ser muy rico y
que te sigan considerando una víctima», «En democracia, la tarea principal de
la prensa libre es encubrir el hecho de que unos pocos gobiernen el país». Lo
mismo que sus apuntes sobre literatura. Son textos magníficos que exploran el
acto creativo, el lenguaje, la dimensión de la poesía, sus confluencias y
relaciones. Y nos sirven, de paso, para entender mejor el universo literario de
Charles Simic, su intento por construir algo que aún no existe, «pero que al
crearlo parezca que siempre existió». De fondo, la dicotomía que todo autor
afronta tarde o temprano: exhumar lo que sucede a su alrededor, lo ya creado, o
idear algo completamente nuevo. Esa paradoja se refleja en uno de los aforismos
que componen el libro: «El poema que quiero escribir es un imposible. Una
piedra que flota». No he encontrado una imagen que defina tan justamente la
vocación o el anhelo de un escritor. Sólo por ese fragmento, El monstruo ama su
laberinto me parece una lectura indispensable.
[Publicado en la revista Quimera, número 377, abril de 2015]