Para descubrir el
sentido de la vida de un ser humano deberíamos tener la certeza de que podremos
asistir a su muerte. Si hacemos caso a estas palabras de El narrador, tal vez esta sea una historia incompleta, una historia
sin sentido ni dirección única: un hombre que escapa de los nazis en septiembre
de 1940, atraviesa clandestinamente los Pirineos por la ruta Líster, llega a un
pequeño pueblo de la costa catalana y veinticuatro horas más tarde está muerto.
De lo que ocurrió en ese intervalo sólo conservamos una nota. O mejor dicho:
una nota reescrita a partir de otra, porque la primera se destruyó poco después
de que fuera entregada. Un texto que empieza así: «En una situación sin salida
no tengo más opción que ponerle fin. Será en un pueblo de los Pirineos en el
que nadie me conoce donde mi vida se acabará. Le ruego lo transmita a mi amigo
Adorno. No me queda tiempo suficiente para escribir todas las cartas que me
hubiera gustado».
Toda historia
necesita nombres y esta, por exigua que parezca, tiene los suyos. El exiliado
se llama Walter Benjamin, la mujer a la que entrega esa nota es la señora Henny
Gurland y el pueblo de los Pirineos en el que pasa sus últimas horas es
Portbou. En medio de estos tres nombres subyace una historia que podría ser
diferente: que el viajero «sans nationalité» se registrara como Benjamin
Walter, que la señora Gurland no dijera toda la verdad y que ese pueblo a
orillas del Mediterráneo ya no existiera. Entraríamos así en un terreno
movedizo, casi enigmático: el que separa la narración y la novela, la oralidad
y el libro. Una dicotomía, dicho sea de paso, reformulada una y mil veces en la
obra de Walter Benjamin.
¿Dónde empieza,
pues, esta historia? ¿En el cuarto de una fonda hoy desaparecida? ¿En la
estación internacional de un pequeño pueblo? ¿En una jefatura de policía? ¿En
Marsella, Portvendres, Banyuls? ¿En un molino solitario y sin ventanas en
Ibiza? ¿En algún café ya inexistente de Berlín? Quizás no exista un origen para
aquello que carece de un final concreto. Por ese motivo, todo lo que aquí se
explica no es más que el relato de una nebulosa, una reconstrucción de piezas
sueltas que se esparcen justo antes de ser encajadas. Un negativo, como dijo
David Mauas, que a punto de revelarse se vela. Para mí, sin embargo, el inicio
de esta historia se encuentra en una fotografía, la de un hombre que observa la
calle desde un balcón. Frente a él, un paisaje borroso, difuminado, tanto que
apenas podemos distinguir otros edificios. Es la imagen de alguien que
presencia con horror la barbarie, la masa gris e informe que va desplegándose
como una pesada cortina. La instantánea de un hombre al que la conmoción le
conduce al derrumbe. Aparece en Breve
historia de la fotografía, uno de los libros que publicó Walter Benjamin, y
aunque se trate de la primera fotografía de la historia, la que captó Nièpce
desde una ventana de Le Gras en 1826, lo cierto es que en ella siempre he visto
o he querido ver al propio Benjamin. Un demócrata horrorizado ante los
acontecimientos, testigo de cómo esos poderes de las tinieblas se abren camino
y empujan al ángel de Paul Klee hacia adelante, dejando a su paso un reguero de
infamia y de muerte.
Toda biografía
guarda las trazas de quien en un momento de su vida decide investigar la vida
de los otros. O dicho de otra forma: el observador siempre afecta a lo que es
observado, como nos recordó W.G.Sebald. Así cobran más sentido las palabras de
Walter Benjamin: «Quien sólo haga el inventario de sus hallazgos sin poder
señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos se perderá lo
mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de relato,
sino señalando con exactitud el lugar en que el investigador logró atraparlos».
Eso es, en resumen, lo que me ocurrió durante un día de diciembre de 2014. Fui
en busca de un escritor y acabé encontrando un pueblo. Más aún: acudí al pasado
sin saber que sólo me estaba desplazando hacia el presente. Ese tipo de
presente que nos asalta de improviso, en un instante y en un lugar concretos, y
sobre el que planeamos su propia memoria, como un aura.
¿Cuál es el suelo
actual? ¿Dónde se encuentra el paisaje-cita que nos pueda servir como punto de
partida? Tomemos uno al vuelo: el antiguo ayuntamiento de Portbou, por ejemplo.
Se trata de un edificio semiabandonado, ni siquiera en ruinas. Conserva su
estructura como por inercia, pero seduce a quien se detiene y lo observa. A su
lado, el panel en el que se explica que será rehabilitado comienza a
desconcharse. Los trozos de papel se han ido despegando y, a duras penas,
podemos leer que en un futuro ese edificio se trasformará en un centro de
investigación sobre Walter Benjamin. Las subvenciones, aunque prometidas, nunca
llegan. Siempre se posponen.
Desde allí,
siguiendo una calle que conduce a la montaña, se inicia un prolongado ascenso
hasta el cementerio. Las vistas son espléndidas: un pueblo a la orilla de un
Mediterráneo de aguas detenidas, como si fuera un lago. Al fondo, la catedral y
la estación de tren. Más allá, los collados, los pasos fronterizos y las más de
cien curvas hasta llegar a Banyuls. El lugar perfecto para un exiliado, porque
todo aquel que se exilia necesita una frontera. En este caso, un territorio que
funciona como una encrucijada, testigo de una doble huida: la de los enemigos
del franquismo, primero; la de los perseguidos por el nazismo, después. Más
tarde, el contrabando (de café, medias, naranjas o mantequilla). Visto desde
arriba, Portbou no parece sólo un pueblo. Parece, más bien, un lugar fuera de
plano. Un espacio inmóvil que ve como todo a su alrededor se desplaza. Pudo
haber sido una simple ensenada con barracas de pescadores, pero la decisión del
gobierno francés de hacer pasar la línea de tren por allí, y no por la
Jonquera, convirtió a esta pequeña población en un lugar de paso ineludible a
finales del siglo XIX. A la estación internacional se sumó la aduana del Coll
de Belitres, lo que atrajo a un buen número de trabajadores. Sin embargo, como
toda historia con un origen azaroso, esta también guarda un final impredecible.
Tras el Tratado de Maastricht y el cierre de las fronteras en 1993, los
empleados se marcharon hacia otras ciudades. Su población, en la actualidad,
apenas supera una quinta parte de la que tuvo, de la cual casi dos tercios son
ya mayores, lo que convierte a Portbou en el pueblo con la media de edad más
alta de Catalunya. Si sobrevive, es gracias al ancho de las vías, algo que con
la nueva línea de tren por el interior está condenado también a la
desaparición. Ignoro qué pasará de aquí a unos años. Cómo se podrá afrontar el
porvenir ante semejante panorama. Un futuro tan desolador como las aduanas del
paso de los Belitres. Abandonadas, como si hubiera pasado por ellas una
estampida o un golpe de viento de tramontana, son hoy un símbolo de la
decadencia y una constatación de la desmemoria. Porque su estado no nos remite
al pasado, sino al presente. A la poca o nula consideración que nos suscita
nuestra propia Historia. Hablar del casi medio millón de refugiados que pasaron
por allí durante la Guerra Civil es hablar de una caravana de sombras
condenadas a perderse en la noche de los tiempos.
Aunque en ruinas,
esas aduanas al menos existen. Otros lugares, sin embargo, han desaparecido. El
Hotel Francia, donde pasó sus últimas horas un tal Benjamin Walter, se
convirtió más tarde en un restaurante, Casa Alejandro. Hoy es un bloque de
pisos. En su fachada se sostiene una placa, con esta cita: “En esta casa vivió
y murió Walter Benjamin. Tot el coneixement humà pren forma d´interpretació”.
Vivió y murió, es cierto, sólo que durante unas horas, las suficientes como
para que en un futuro alguien alargara esa breve estancia y convirtiera el pequeño
balcón de la segunda planta en una residencia de semanas. De su paso por el
hotel se conservan las facturas: gastos de farmacia, cinco gaseosas con
limón, cuatro conferencias telefónicas,
lavado del colchón, desinfección, blanqueamiento. Vestir al difunto. Tarifas
por la caja mortuoria. Etc.
El camino por la
montaña continúa en ascenso. Antes de llegar al cementerio, nos encontramos con
los Passages, el monumento dedicado a la memoria de Walter Benjamin que
construyó el artista israelí Dani Karavan. Sé que aquí se esconde un punto
neurálgico. Una especie de aleph. Por un pasillo angosto, las escaleras se
prolongan hasta el mar o hasta el cielo. Las voces, hacia adentro, nos
envuelven en un eco de remota cercanía. No sólo sentimos próximo a Benjamin. También
a Agustí Centellas, escapando por un túnel. O a Hannah Arendt, emprendiendo un
camino de regreso. Es la huida de Heinrich Mann, de Franz Werfel y de Alma
Mahler. Nombres conocidos y anónimos que convergen en un punto, en un pliegue
que divide la montaña e incorpora el paisaje, lo reactiva. Un canal de riego
oxidado y granítico que nos protege de los ataques aéreos y navales y, al mismo
tiempo, nos expone ante un viejo olivo. En su extraña quietud, nos arroja hacia
algún lugar, porque todo pasaje guarda en sí mismo una cita, una historia, un
vestigio. Aunque tengamos que afrontarlo solos, como un flâneur al llegar la
noche.
Sobre el mar, el
cementerio. O los dos cementerios, porque al lado del camposanto nos
encontramos con otro mucho más pequeño, un lugar de enterramiento laico,
destinado a los maquis, a los proscritos y apóstatas, a los suicidas. Un
arrabal de la propia muerte. En él todavía podemos encontrar tumbas masónicas,
en cuyas lápidas vemos inscritos dibujos de escuadras y compases, dos símbolos
que los desplazan, aún más, fuera del mundo. Ahora conectados, ambos
cementerios forman aquello que Hannah Arendt describió como uno de los espacios
más bellos que había visto en su vida. Buscaba los restos de Walter Benjamin,
aunque no encontró nada. Por ninguna parte, nos dice, aparecía su nombre. Hoy
esos mismos restos descansan al final de un camino. A la piedra que lleva
incrustada su nombre se le suman otras piedras pequeñas, como en cualquier
tumba judía.
Todos o casi todos
han muerto: Juan Suñé, Pedro Gorgot, Ramón Vila Moreno… Por eso apenas tenemos
testimonios directos de lo que ocurrió aquel 26 de septiembre de 2014.
¿Suicidio por sobredosis de morfina? ¿Derrame cerebral? ¿Miembros de la Gestapo
que sometían a una estrecha vigilancia y a un control exhaustivo a cualquier
desconocido que se adentrara en la zona? ¿Una pesada maleta negra que parecía
más importante que su propio dueño? ¿Un manuscrito perdido en su cartera?
Esconder, escribió Benjamin, es dejar huellas, pero invisibles. Como el malabarista
Rastelli.
Buscar y no
encontrar ya es una respuesta, dijo Mauas. Y esta, ya lo advertimos, es una
historia incompleta, porque carece de sentido y, tal vez también, de
significado. Es tan solo una historia oral. Una versión a la que se han añadido
nuevas versiones. Llegados a un punto apenas podemos distinguir qué parte de
realidad y qué de invención hay en un suceso tan corto en el tiempo. Esa clase
de sucesos que tienen una frágil consistencia, como aquellas historias que se
dibujan en el polvo, en lo movedizo, o se escriben sobre la arena. Es una tarea más ardua honrar la memoria de
los seres humanos anónimos que no la de las personas célebres. La construcción
histórica se consagra a la memoria de aquellos que no tienen nombre. Esa es
la cita de Benjamin que aparece en mitad del acantilado, poco antes de toparnos
con las rocas, en el pasillo angosto de Karavan. Que esas historias perduren
depende de que alguien, en ese mismo lugar o en otro lugar distinto, quiera
seguir contándolas.
[Publicado en Quimera. Revista de Literatura, número 376, marzo de 2015]