Laia López, un poema
Nueve de la mañana en la Travessera de Gràcia
Los viejos madrugan.
Yo también madrugo.
Desguazo una novela
y aspiro el aire caliente
de una taza.
Yo pienso en la posibilidad,
por otro lado nada despreciable,
de tener una vida.
Dejar de escribir, tal vez,
dormir sin tregua en la noche.
Descorrer las cortinas
y asentir ciegamente
a la luz furiosa de la mañana,
a las mujeres que compran el pan en racimo,
a los niños que trotan en la calle
en dirección a la escuela.
Tener una vida a buen recaudo,
como una moneda en el bolsillo,
una pieza de anticuario bruñida
en un estante.
Caminar con la marea,
acariciar al perro,
dejar que caigan las pestañas anuentes
encima de la almohada.
Hablar con los otros del tiempo,
mirar sus rostros sin pensar en los ciclos,
en la aceleración de las partículas,
en los ecos de calavera que asoman tras la carne.
Tener una vida como un claustro,
un ritmo, un caudal, una verdad
a la que aferrarse antes de cerrar los ojos
como un leño sin mirada
cuando el día termina.