Diez años después, he vuelto a
Campo de amapolas blancas, de
Gonzalo Hidalgo Bayal. Me hice con la nueva edición de Tusquets, con una portada igual de sugerente que aquella publicada por la Editora Regional de Extremadura. Su lectura, como entonces, me ha conmocionado. Esta vez más, si cabe. En el momento que cogí el libro no pude soltarlo hasta la última página. Aunque se trate de una novela corta, su lectura ha sido pausada, obligándome a parar de tanto en tanto para perder la mirada en la memoria. Cuando lo leí con diecisiete años, aún no sabía que estaba frente a una pequeña joya literaria. Así, ni más ni menos. La perspectiva del tiempo me ha proporcionado una relectura con más matices, viéndome a mí mismo y a algún que otro amigo diez años antes, en Murania, a poco de irnos a vivir juntos a Salamanca. El tránsito, exceptuando la estancia parisina, es similar. Y, aunque tenga la vocación de reflejar un determinado contexto generacional, he de decir que la novela sobrepasa las fronteras de un tiempo concreto. Yo también he sido ese espectador de H. De él, o de J., en mi caso.
Gonzalo es el culpable de mi primer artículo publicado. Y este libro fue del que hablé hace diez años en la revista de mi instituto, coordinada por
Isabel Muñoz Bejarano. Releo, tanto tiempo después, esa crítica y no puedo evitar cierto rubor y complicidad. Rescato ahora alguna de las frases que utilicé: “posterior degradación”, “ansiedad cultural”, “desazón infinita”, “espectro generacional”, “…sumido en la desesperación de un tiempo que no puede manejar”, “búsqueda incansable de la esencia”… Es emotivo, cuando menos, sentarse a leer algo que has escrito hace tantos años sobre una obra que vuelves a leer. Sin embargo, hay una diferencia entre aquellas palabras y estas: hace diez años escribí el artículo escuchando a
Charlie Parker; ahora lo hago con
Leonard Cohen. El cambio no es azaroso, sino premeditado. Será que he comprendido o será que, al fin y al cabo, yo también me hago mayor. Lo que no sabía entonces es que alguien puede escribir con tristeza. Y que esa misma tristeza te hace buscar a ciegas, aunque sea un campo de amapolas que nunca existió. Como la felicidad.
Gracias,
Gonzalo.