Pienso, ahora, que lo único realmente importante es hablar de lo que existe entre una sombra y otra, porque lograr encontrar un punto de luz entre dos proyecciones oscuras, dos figuras perfiladas sobre una pared, nos dirá qué somos y por qué hemos llegado hasta ese lugar. Y lo que aparezca frente a nosotros será el mejor reflejo de la verdad que en cada uno habita desde siempre. Si para ello, además, contamos con la memoria de un gran poema o de un gran libro, la estancia entre el paréntesis será interminable. Por eso, me digo, es necesario seguir leyendo a Basilio Sánchez. Completará su círculo: desde el poeta hasta el mismo poema. Qué extraño viaje, el mismo que me invitó a coger el metro, bajarme en la parada de Alfons X, subir una pequeña cuesta y acabar en la biblioteca Mercè Rodoreda.
Conocí, por fin, a Basilio el pasado jueves. Ya era hora. Y sin embargo lo de estrecharnos la mano fue un mero formalismo, porque me resultaba una presencia cercana desde hacía bastante tiempo. A él, entre otros, le debo la escritura del segundo poemario, que nacía a partir de unos versos de Para guardar el sueño: “Permanecer inmóvil es ahora el destino/ del que ya nada oculta”. La poesía de Basilio Sánchez logró habitarme desde el primer momento. Ese sueño me fue llevando a bosques interiores, bajo la mirada apacible del final de una tarde de 2004, observando la narración siempre íntima de la cosas que pierden su condición de objeto y logran convertirse en algo mucho más amplio. Una sombra, quizás. O la luz que la separa de la siguiente sombra. Ese máxima de Pound es certera en Basilio: “Lo esencial de un poeta es que nos construya su mundo”. O las palabras de Jordi Doce a partir de este dictum refiriéndose a la poesía de Paul Auster: “Su nombre ha entrado, casi sin aviso, en ese diccionario secreto que todo buen lector lleva dentro para entender la existencia”. Exacto: la poesía de Basilio Sánchez ha recabado en nosotros y ha venido para quedarse. Su mundo será ya para siempre el nuestro.
Dos días más tarde aún conservo la emoción de escucharle con su propia voz algunos de los poemas que dan nombre a la verdadera poesía actual de nuestro tiempo. No exagero, porque, ¿saben?, ahí están sus libros para el que quiera comprobarlo, así que no me siento en la obligación de justificarme. Poco a poco, lo siento, voy dejando de explicar lo que me interesa y lo que no lo hace. Puede que ya no quiera convencer a nadie. En esto me parezco a los poemas de Basilio: habla de lo que ve, de lo que conoce, fijando su mirada en cosas para él tan cercanas. No busca la obligada complicidad entre el escritor y el lector, y sin embargo consigue crear una intimidad asombrosa alrededor de su lectura. Recuerdo que en la charla que se mantuvo con el autor antes de pasar al recital de poemas, alguien le preguntó: “¿Escribirías igual si vivieras en una gran ciudad?” No sé qué respondió, porque comencé a elaborar mi propia respuesta, algo tan tajante como lo siguiente: escribiría exactamente igual, porque la gente sufre y se emociona con las mismas cosas. Su habilidad es la de haber traspasado fronteras, como Milosz, de tal manera que su poesía no puede encajar en una línea concreta. ¿O es que acaso debo sentirme más afín a quien me hable de semáforos o de taxis por el simple hecho de vivir en el lugar en el que vivo? Hablamos de términos más sencillos, y a la vez más complejos: la soledad, la ternura, el camino dispuesto al margen para cualquier viajero, el paso del tiempo, el lenguaje, la comunicación entre todos los seres que somos al mismo tiempo.
En fin, todo duró un par de horas: el poema que me dedicó al final de la lectura, la charla informal con más amigos extremeños, la noche cerrada de un otoño tardío. Dudé al salir de allí, justo cuando crucé el detector de libros, no fuera a que se dispararan todas las alarmas y yo debiera dar explicaciones. Cómo decirles, entonces, que acababa de llevarme su mejor libro en el espacio indeterminado de la memoria. Y que no pensaba devolverlo, sino regalarlo.