28.12.06

El escritor

Genial, Onetti.

Erika Mann

Mi visión de los temas decisivos de la sociedad moderna es más emocional que intelectual: no dogmática, sino humana. No soy una partisana, y tampoco serviría como cruzada. Mis ideas y actuaciones políticas siempre han estado más condicionadas por mis experiencias e impulsos personales que por principios abstractos. El único "principio" al que me atengo es mi obstinada fe en ciertos ideales morales básicos: verdad, honor, honradez, libertad, tolerancia
"Precisamente yo", Erika Mann

24.12.06

ERE

Leo una noticia en El Periódico de Extremadura y en el Hoy, del miércoles día 20 de diciembre. Las dos se refieren a la Editora Regional de Extremadura, al balance que realizan de este 2006 y las expectativas literarias para el próximo año. Es un placer saberse lector de esta editorial, donde he descubierto a autores que no me han abandonado nunca, muchos de los cuales han aparecido, por cierto, en esta isla. Para el 2007 me alegra especialmente sentirme lector y autor. Una alegría doble, claro. Larga vida, o al menos vida plena.

14.12.06

Por si preguntan...

Si vivir se redujera a una simple ecuación, nos bastarían sólo los números del código postal para conocer una ciudad. Afortunadamente, la vida es más compleja. Por eso, me pregunto qué códigos numéricos tendría una ciudad que conservara ciertos lugares, a saber: el Passeig de Gràcia a media tarde o Las Ramblas a media mañana; las calles empedradas del centro de Plasencia, que desembocan en lugares más inhóspitos que medievales; las cuestas que suben hasta el cielo fieramente humano del Albaicín; la primera mirada del viajero que llega a Sao Bento y descubre siete caminos en Oporto; el puente Carlos, circular y por eso infinito, en Praga; la gente que se agolpa frente a una puerta milenaria y se descubre comprando pescado en cualquier mercado de Túnez; las playas desérticas y desnudas del Cabo de Gata, cuando parece que el sol se resiste a dejarlo todo a oscuras; el color de todas las ventanas que se abren al mundo en Alfama; la huella imborrable que se deja al cruzar Nueva York, de norte a sur o de este a oeste, reconociendo al final que no existen los polos cardinales porque se está en el epicentro del universo; las maravillosas vistas de Pest sobre Buda; el elogio que produce mirar Gijón desde una pradera artificial en pleno Atlántico; los canales que encierran múltiples puertas que franquear desde Ámsterdam, con miedo a no perdernos (para eso se iluminan las bombillas rojas de un arrabal en plenos centro); pronunciar Madrid, y saberse dentro de ella; los puentes que viajan desde París hasta París después de haber recorrido el mundo; caminar hasta Toledo y rendirte sin ser derrotado; los pueblos fronterizos, que confunden la blancura del cerezo con los ríos que viajarán siempre de la memoria hasta el Valle del Jerte; navegar en cualquier ola que impulse tu destino hasta alguna plaza de San Sebastián que conserve el olor a salitre; las vistas incansables desde cualquier banco a la orilla del Támesis, preguntándote a qué hora descansa la belleza; el oro que pierde su condición y deviene en picaresca, elemento necesario para entrar en Sevilla; las piedras que se recogen como muestra del viajero, y se calculan en cualquier local del Barrio Judío de Hervás; los cristales que reflejan todos los barrios del mundo, volviendo desde el mar hasta A Coruña; la plaza donde me perdí en Lyon jugando a la rayuela; las librerías al lado de los cafés, y los cafés al lado del lago, y el lago al lado de la mejor celebración del agua, en Ginebra; los caminos que se bifurcan, se triplican, se angostan y desaparecen de Tánger y del mundo; las grutas que separan Lastres y el Bierzo; el aire de domingo, principio de semana, en Montpellier, después de atravesar los valles semiescondidos donde Edith Piaf cantó a Narbonne; las calles urbanas del Montseny que logran verse desde Girona; los puertos sin agua de Nuremberg y Munich; los árboles reales, por simples y eternos, que aparecen poco antes de llegar al monasterio de Yuste; los museos de Viena en plena calle, y viceversa; el amarillo de la cúpula de la catedral de Cádiz, que sirve como faro a los marineros que llegan en barco de vapor y observan la ciudad con una mezcla de felicidad y sueño; las habitaciones que escapan, al fin, de sus cuatro paredes y deciden estar en todas partes. Definitivamente, la vida no es un código de barras, ni la memoria, una cuestión de álgebra.

Enhorabuena

Rubén Martín, poeta granadino, acaba de ganar el último premio Andalucía Joven de poesía, y todo ello, me explica, "¡sin pasarme por el despacho oval de ningún crítico-poeta-catedrático!" La publicación corre a cuenta de Renacimiento, lo que le augura una buena proyección.
Leí la plaquette que se autoeditó junto con otros amigos de la casi "desaparecida" Tertulia, y comprendí que todo lo que se hacía en Granada no era homogéneo, es decir, que no todos los poetas iban a una. Ni siquiera la joven poesía. En fin, un placer que se apueste por un escritor como él.

2.12.06

30 de noviembre

Pienso, ahora, que lo único realmente importante es hablar de lo que existe entre una sombra y otra, porque lograr encontrar un punto de luz entre dos proyecciones oscuras, dos figuras perfiladas sobre una pared, nos dirá qué somos y por qué hemos llegado hasta ese lugar. Y lo que aparezca frente a nosotros será el mejor reflejo de la verdad que en cada uno habita desde siempre. Si para ello, además, contamos con la memoria de un gran poema o de un gran libro, la estancia entre el paréntesis será interminable. Por eso, me digo, es necesario seguir leyendo a Basilio Sánchez. Completará su círculo: desde el poeta hasta el mismo poema. Qué extraño viaje, el mismo que me invitó a coger el metro, bajarme en la parada de Alfons X, subir una pequeña cuesta y acabar en la biblioteca Mercè Rodoreda.
Conocí, por fin, a Basilio el pasado jueves. Ya era hora. Y sin embargo lo de estrecharnos la mano fue un mero formalismo, porque me resultaba una presencia cercana desde hacía bastante tiempo. A él, entre otros, le debo la escritura del segundo poemario, que nacía a partir de unos versos de Para guardar el sueño: “Permanecer inmóvil es ahora el destino/ del que ya nada oculta”. La poesía de Basilio Sánchez logró habitarme desde el primer momento. Ese sueño me fue llevando a bosques interiores, bajo la mirada apacible del final de una tarde de 2004, observando la narración siempre íntima de la cosas que pierden su condición de objeto y logran convertirse en algo mucho más amplio. Una sombra, quizás. O la luz que la separa de la siguiente sombra. Ese máxima de Pound es certera en Basilio: “Lo esencial de un poeta es que nos construya su mundo”. O las palabras de Jordi Doce a partir de este dictum refiriéndose a la poesía de Paul Auster: “Su nombre ha entrado, casi sin aviso, en ese diccionario secreto que todo buen lector lleva dentro para entender la existencia”. Exacto: la poesía de Basilio Sánchez ha recabado en nosotros y ha venido para quedarse. Su mundo será ya para siempre el nuestro.
Dos días más tarde aún conservo la emoción de escucharle con su propia voz algunos de los poemas que dan nombre a la verdadera poesía actual de nuestro tiempo. No exagero, porque, ¿saben?, ahí están sus libros para el que quiera comprobarlo, así que no me siento en la obligación de justificarme. Poco a poco, lo siento, voy dejando de explicar lo que me interesa y lo que no lo hace. Puede que ya no quiera convencer a nadie. En esto me parezco a los poemas de Basilio: habla de lo que ve, de lo que conoce, fijando su mirada en cosas para él tan cercanas. No busca la obligada complicidad entre el escritor y el lector, y sin embargo consigue crear una intimidad asombrosa alrededor de su lectura. Recuerdo que en la charla que se mantuvo con el autor antes de pasar al recital de poemas, alguien le preguntó: “¿Escribirías igual si vivieras en una gran ciudad?” No sé qué respondió, porque comencé a elaborar mi propia respuesta, algo tan tajante como lo siguiente: escribiría exactamente igual, porque la gente sufre y se emociona con las mismas cosas. Su habilidad es la de haber traspasado fronteras, como Milosz, de tal manera que su poesía no puede encajar en una línea concreta. ¿O es que acaso debo sentirme más afín a quien me hable de semáforos o de taxis por el simple hecho de vivir en el lugar en el que vivo? Hablamos de términos más sencillos, y a la vez más complejos: la soledad, la ternura, el camino dispuesto al margen para cualquier viajero, el paso del tiempo, el lenguaje, la comunicación entre todos los seres que somos al mismo tiempo.
En fin, todo duró un par de horas: el poema que me dedicó al final de la lectura, la charla informal con más amigos extremeños, la noche cerrada de un otoño tardío. Dudé al salir de allí, justo cuando crucé el detector de libros, no fuera a que se dispararan todas las alarmas y yo debiera dar explicaciones. Cómo decirles, entonces, que acababa de llevarme su mejor libro en el espacio indeterminado de la memoria. Y que no pensaba devolverlo, sino regalarlo.