Por qué me iría a Nueva York
Nueva York son todas las ciudades. Por eso no es ponderado considerarla la auténtica capital mundial de nuestro siglo, el XX y me temo que también del XXI. Porque una capital, además de ser un referente, también debe ser un espejo. Debe reflejar a todo un conjunto de identidades. Y Nueva York, querámoslo o no, ha formado parte de nuestra educación sentimental. En esto, claro, ha ayudado el cine. Pero no sólo eso. El azar, no ya la política o la geografía, ha querido hacer de una ciudad el símbolo de buena parte de nuestra cultura. Digamos que allí, en un metro, por ejemplo, se mueven nuestros propios representantes, retazos de identidades que actúan como embajadores de otros lugares, alejados de los Estados Unidos. Porque, paradójicamente, una de las ciudades más distanciadas de USA es Nueva York. Aunque sea en muchos casos su propio epicentro.
Partiendo de que cualquier atentado terrorista (a manos de unos fanáticos o de un estado no menos fanático) es un atentado contra la humanidad, lo cierto es que pensar en Nueva York como en un objetivo claro, quizás el objetivo más claro de un ataque, me produce una tristeza enorme. Repito: igual que en cualquier otra ciudad. Y, sin embargo, tengo la sensación de que atentar contra Nueva York es atentar contra uno mismo. Así es. Porque las verdaderas capitales no pertenecen a una nación, sino a todas las naciones. Eso es lo que uno siente cuando atraviesa el Puente de Brooklyn, o se aleja de Manhattan en un ferry atestado de gente, o se aleja de la civilización en un rincón de Central Park, o pasea por Harlem ante un grupo de gente diferente y siquiera más semejante, o reside en las casas eternamente otoñales del West Village y Park Slope, o atraviesa Times Square con la sensación de estar dentro de una encrucijada de caminos que vienen de todas partes, o buscando una calle que lleve nuestro nombre en el Soho, y acabe en un lugar diferente, como Chinatown o Little Italy (o Little Jamaica o Little Brasil), o se conforma con mirar el Hudson a media tarde, o el East River a media mañana. Por eso no entendí que las Naciones Unidas tuvieran un espacio concreto en la ciudad. ¡Si la ciudad ya es de por sí un compendio de naciones! Y todo ello en unos cuantos kilómetros de tierra, que aguarda a una ciudad siempre en blanco y negro, llena de contrates y soluciones. Por todo eso me iría a Nueva York.
Partiendo de que cualquier atentado terrorista (a manos de unos fanáticos o de un estado no menos fanático) es un atentado contra la humanidad, lo cierto es que pensar en Nueva York como en un objetivo claro, quizás el objetivo más claro de un ataque, me produce una tristeza enorme. Repito: igual que en cualquier otra ciudad. Y, sin embargo, tengo la sensación de que atentar contra Nueva York es atentar contra uno mismo. Así es. Porque las verdaderas capitales no pertenecen a una nación, sino a todas las naciones. Eso es lo que uno siente cuando atraviesa el Puente de Brooklyn, o se aleja de Manhattan en un ferry atestado de gente, o se aleja de la civilización en un rincón de Central Park, o pasea por Harlem ante un grupo de gente diferente y siquiera más semejante, o reside en las casas eternamente otoñales del West Village y Park Slope, o atraviesa Times Square con la sensación de estar dentro de una encrucijada de caminos que vienen de todas partes, o buscando una calle que lleve nuestro nombre en el Soho, y acabe en un lugar diferente, como Chinatown o Little Italy (o Little Jamaica o Little Brasil), o se conforma con mirar el Hudson a media tarde, o el East River a media mañana. Por eso no entendí que las Naciones Unidas tuvieran un espacio concreto en la ciudad. ¡Si la ciudad ya es de por sí un compendio de naciones! Y todo ello en unos cuantos kilómetros de tierra, que aguarda a una ciudad siempre en blanco y negro, llena de contrates y soluciones. Por todo eso me iría a Nueva York.