Primera jornada
En el
prólogo a Cementerio alemán. Yuste,
Miguel Ángel Lama nos habla del locus
creator, un espacio que, al contemplarlo, consigue generar una literatura.
Lama se refería principalmente a una parte de Yuste, la que ocupa un cementerio
alemán enclavado entre montañas, a pocos pasos del monasterio en el que se
alojó Carlos V durante su último año con vida. En realidad, el tópico citado
por Lama podría aplicarse a toda la comarca, porque esa zona del norte de
Extremadura ha provocado creaciones de todo tipo, desde romances medievales
hasta poemas de autores contemporáneos. Un lugar magnético que tiene la
habilidad de provocar ficciones, como si guardara el germen de un libro que aún
está por escribir, por recordar algo que apuntó Martínez de Pisón en un
artículo sobre el cementerio. Ciertos espacios parecen más proclives a
estimular nuestra imaginación. En ellos congregamos memoria e hipótesis,
conjetura y crónica, pasado y presente. Territorios que al ser observados tiran
de nosotros, como una mano que emerge de un lago y nos arrastra dentro del
agua.
No
obstante, si analizo mi propia experiencia y pienso en lo que me une a esos
lugares, no sé quién ha generado a quién, si el lugar al texto o viceversa. Así
puedo resumir mi relación con el norte de Extremadura. Un espacio vivido y
leído a partes iguales, de tal forma que en ocasiones me resulta muy complejo
separar la verdad de lo vivido con la verdad de lo narrado. La comarca de la
Vera es un buen ejemplo. La he visitado muchísimas veces, la he recorrido en
coche, en bicicleta o caminando, he acudido a ella en momentos distintos y, sin
embargo, no sé hasta qué punto toda mi memoria se basa en mis propias visitas o
en visitas ajenas leídas por alguna parte. Supongo que el recuerdo se nutre
voluntariamente de ese tipo de equívocos. A todos nos conviene añadir
invenciones que, de alguna manera, ensanchan lo vivido y lo convierten en algo
aún más inabarcable. Explorar el pasado significa reinventarlo. Por eso no
puedo decir exactamente qué significa para mí Plasencia, o los valles de la
Vera y del Jerte, o Monfragüe y la Sierra de Gata, por citar algunos de los
lugares a los que me siento más cercano.
No hay un
único camino para llegar al monasterio de Yuste. Siempre que he subido hasta
allí lo he hecho por trayectos distintos, aunque la mayoría de veces he optado
por acceder a él desde Garganta la Olla y no, por ejemplo, desde Cuacos de
Yuste. Si he preferido este camino es porque me gusta detenerme en Garganta, un
pueblo que guarda una belleza austera, humilde, sin la estridencia de las
grandes construcciones ni la solemnidad altiva y avejentada de otros pueblos de
dimensiones similares. Uno se detiene en Garganta la Olla para perderse y para
comer, algo, por otra parte, muy ligado al imaginario del pueblo. Durante la
primera semana de agosto celebran el Día de la Serrana de la Vera, el mítico
personaje literaturizado por Lope de Vega o por Luis Vélez de Guevara y, antes
que ellos, por los romances populares. La historia de esta serrana está llena
de artificios, de mistificaciones, como todas las historias que cuentan con un
origen vago, incierto, difuso. Al final ese inicio tal vez real no es más que
un simple punto de partida para desplegar un sinfín de leyendas: la de una
hermosa mujer con fuerza sobrehumana, entre cazadora y amazona, que se retira a
una cueva después de haber sido rechazada por un hombre. Algunos textos ven en
ella a Isabel, de la familia Carvajal, y al sobrino del obispo de Plasencia
como el hombre que la rechaza. En lo que coinciden casi todas las leyendas es
que esa mujer se lanzó a la sierra como venganza por haber sido despreciada.
Desde allí atrajo a todo hombre hacia su cueva. Después de emborracharlo y
haber gozado de su cuerpo, lo mata.
Poco más
sabemos de esa mujer. Hay miles de historias similares, con protagonistas
distintos, pero esencialmente iguales en fondo y forma. Lo que conviene
preguntarnos es cuándo un suceso se convierte en una ficción, en qué momento la
historia verídica y la fabulada se mezclan y se confunden. Julio Caro Baroja se
planteaba la misma cuestión. Tampoco él sabía si la Serrana era una realidad histórica
mitificada o un mito trasformado en realidad historificada. Quizás lo
interesante del asunto radique en el proceso: un hecho más o menos real se
trasforma en una ficción y, a su vez, esa ficción vuelve a generar algo real.
Las fiestas de primeros de agosto, por ejemplo, o la cruz que se erige en lo
alto de una torre de Garganta en homenaje a las víctimas de la amazona. O la
estatua de la serrana que mira al pueblo desde un pedestal, cargando con una
ballesta y una espada en su cintura. Todo eso son acontecimientos tangibles que
nos hablan de nuestra necesidad por ensanchar el mundo. Al hacerlo, también lo
celebramos.
Hay algo
más que no puedo pasar por alto. Me refiero a unas palabras de Unamuno cuando
visitó la comarca. Para él, una leyenda de ese tipo solo podía suceder en un
lugar como este. Es decir, existen territorios predispuestos de antemano para
que alguien escriba sobre ellos, lugares construidos para que se imaginen, se
fabulen, se reinventen. Todas las comarcas del norte de Extremadura conservan
ese estímulo. Por eso son lugares extremos: al ocuparlos, siempre se está en
otra parte.
Si
prefiero ir al monasterio pasando primero por Garganta la Olla, no es sólo por
mi interés por el pueblo, o por las historias que convoca. Si paso antes por
allí, es porque de camino al monasterio hay un lugar en el que siempre me
detengo: unas pozas de agua que ha formado el río Garganta Mayor en su descenso
por la montaña. Así se llaman en Extremadura y así las he conocido desde que
tengo memoria: son gargantas, una metáfora perfecta para definir a un río de
agua que ha ido puliendo la piedra y ha creado pequeñas lagunas en las que
bañarse en verano, como sucede en Garganta de los Infiernos, en el vecino Valle
del Jerte, y en otros muchos lugares del norte de la región. La zona a la que
me refiero se llama Piletillas o Charco de Calderón. Lo sé porque he mirado el
mapa, no porque sean nombres que haya interiorizado. De hecho, hasta ahora no
tenía ni idea de cómo se llamaban. Para mí siempre han significado un alto en
el camino, o un punto de llegada, sobre todo durante los meses de julio y
agosto. En pocos lugares me he sentido más cómodo leyendo, como si todo el
entorno formara una enorme sala de lectura abierta al aire. Ese es el recuerdo
más vivo que guardo de esa zona: el de verme a mí mismo con un libro entre las
manos. Allí fue donde comencé a leer En
busca del tiempo perdido y allí también donde acabé Rayuela y otros cuentos de Cortázar. Cito esos dos entre muchos,
porque en ese minúsculo paraje no es difícil encontrar la intimidad que exige
toda lectura, el sosiego y la calma que permite descodificar mejor cada página,
cada palabra. Siempre hay gente, pero nunca hay nadie. Los bañistas van a la
búsqueda de su propia laguna, la ocupan por unas horas y la convierten en una
prolongación de su propia casa.
Uno lee
donde puede, en bibliotecas, en el metro, en cafés, en bancos de la calle, en
trenes, incluso caminando. En mi caso, no he sido capaz de encontrar un rincón
de lectura mejor que ese. Por eso para mí las charcas de la Vera son un lugar
literario, aunque apenas hayan sido mencionadas en ningún libro. Lo son porque
el espacio de la literatura no sólo abarca el territorio que ha elegido el
autor para desarrollar su trama, sino todos los lugares en los que recibimos
historias ajenas, esa voz poética que viene de lejos y se instala justo en la
comarca donde decidimos apropiarnos de una voz extraña.
Desde ese
punto (el ascenso por la ladera, el zigzagueo, la variedad de vegetación, las
rocas, la presencia intermitente de los árboles, los túneles naturales, la
progresiva estrechez de la carretera), el camino hacia el monasterio tiene algo
de tramo final, de confín, de finisterrae.
Después, como recién aparecido de la nada, surge un enorme palacio en mitad de
la montaña. Puede que sus dimensiones no sean tan grandes. En realidad, no creo
que todo el conjunto abarque demasiadas hectáreas. Sin embargo, es difícil no
verlo tal y como se me apareció la primera vez. Debió resultarme majestuoso,
inabarcable, casi infinito cuando de niño viajaba hasta allí en sucesivas
visitas escolares. He regresado muchas veces después y siempre guardo ese
asombro primero: los árboles del aparcamiento, la muralla que se extiende hacia
todos lados, la enorme rampa que asciende hacia el palacio, el lago bajo los
soportales, incluso la pequeña fuente o los claustros y las estancias reales me
siguen pareciendo inmensos. Tengo recuerdos vagos del interior, de lo que queda
de mobiliario, de la disposición de las salas. He ido en múltiples ocasiones
hasta ese lugar, pero no siempre he entrado. Por eso todo recuerdo no es más
que una evocación vaga, dudosa, de algo que quizás vi, aunque no pueda
asegurarlo: una cama, una silla con un reposapiés, algún cuadro, una armadura,
una inscripción heráldica, un altar, un hueco iluminado por luz artificial en
el que reposaban los restos del emperador antes de marchar a otro monasterio.
En realidad, más que recuerdos, son indicios, signos, señales o fogonazos que
vuelven para decirme que alguna vez estuve dentro de aquel palacio.
Mi
composición de lugar está más próxima a lo que escribió Pedro Antonio de
Alarcón durante su viaje a Yuste. El monasterio era, para él, una isla en un
océano tormentoso, un oasis en medio del desierto. Así lo describió en su Viajes por España, en donde animaba a
los lectores (madrileños) a desplazarse hasta Yuste si contaban con cuatro días
libres, treinta duros y un amigo en Navalmoral de la Mata que pudiera
proporcionarles un caballo y un guía. Ese fue el itinerario que siguió durante
algunas jornadas del año 1873. Viaja por sierras que comparten un mismo
horizonte, atraviesa ríos y pueblos, y llega por fin a la Vera, a la que llama «país
de la fertilidad y de la incomunicación». En otras ocasiones, se refiere a ella
como país abrupto, selvático, atroz y pintoresco por sus magníficas dehesas y
por su variedad de árboles (robles, encinas, fresnos, sauces y almeces). A la
Vera la describe como una «Alpujarra chica, en que el río hace las veces de
mar». Al palacio lo compara con un carmen granadino o una villa italiana. Sobre
los claustros de Yuste nos dice que la naturaleza se ha encargado de hermosear
aquel «teatro de desolación», entre la lujosa hiedra y el musgo, entre las
flores silvestres y las altas matas.
Alarcón
se detiene en la historia del monasterio, fundado, según nos explica, por
hombres piadosos y ascetas que no quisieron abandonar el lugar por lo que les
proporcionaba de retiro, de reposo, de oración y penitencia, aunque esos
Hermanos de la pobre vida sufrieran las presiones del obispo de Plasencia para
que se marcharan. Explica también el periplo de Carlos V hasta llegar allí,
conducido a hombros en su último tramo por labradores de la zona, y concluye
con el saqueo que sufrió el monasterio por parte de soldados franceses, antes
de llegar a manos del Marqués de Miravel.
Otros
episodios de su repaso histórico de Yuste se proponen desmentir algunas de las
crónicas de Fray Prudencio Sandoval o de Mr. Robertson. Según Alarcón, han
perdurado algunos datos falsos en torno a la vida de Carlos V en el palacio,
difundidos por historiadores «mal informados» que «fantasearon á medida de su
deseo». Entre esos equívocos, Alarcón no cree que el emperador se flagelase
hasta teñir de sangre las disciplinas del palacio, ni considera cierto que
durante su último año se dedicara a la construcción de juguetes automáticos con
ayuda de su relojero de cámara, el famoso mecánico Juanelo Turriano. A lo que
sí otorga cierta credibilidad es a la mala relación del rey con los vecinos de
Cuacos de Yuste, el pueblo que se encuentra a unos pocos pasos del monasterio.
Se accede a él por una carretera que desciende por la montaña. A mitad de
camino aparece uno de los lugares más interesantes de la comarca, un cementerio
alemán con 180 tumbas de soldados de la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
Hay mucho
que ver y mucho que meditar, nos dice Pedro Antonio de Alarcón en su viaje a
Yuste. Por eso los emplazamientos que encontramos más allá del palacio y del
monasterio necesitarán una segunda jornada.
Segunda jornada
Poco antes de abandonar el palacio y el monasterio de
Yuste, Pedro Antonio de Alarcón cita el soneto de Quevedo “A Roma sepultada en
sus ruinas”. El endecasílabo que cierra el poema es magnífico: «Lo fugitivo
permanece y dura». Alarcón menciona ese verso mientras observa la última
residencia de un emperador. Si lo cito yo ahora, lo hago con un punto de
referencia distinto: un cementerio alemán que no aloja la tumba de reyes ni
emperadores, tampoco de personajes ilustres. Sólo son soldados que perdieron su
vida en España durante dos guerras mundiales. Casi todos tienen nombre y, sin
embargo, siempre me han parecido seres anónimos, como si su apellido se
diluyera en un mar de fechas y de cruces, de pasillos funerarios robados a la
naturaleza. Si lo pensamos bien, quizás no exista nada más extranjero que morir
en un lugar que desconocemos.
La historia de este camposanto militar se remonta a 1980.
Durante ese año se comienzan a trasladar los restos de soldados alemanes que
habían sido abatidos en territorio español durante la Primera y la Segunda
Guerra Mundial. Según leemos en la placa de la entrada, sus tumbas estaban
repartidas por toda España, «allí donde el mar los arrojó a tierra, donde
cayeron sus aviones». La obra finaliza tres años más tarde. Todas las
sepulturas son similares: una cruz en granito oscuro, con el nombre y el
apellido del soldado, las fechas de su nacimiento y de su muerte y su rango
militar. 26 pertenecen a víctimas de la Primera Guerra Mundial y 154, a la
Segunda. Entre ellas, 8 lápidas con 8 tumbas que guardan a soldados sin
identificar.
Esos son, en el fondo, simples datos técnicos,
informaciones básicas, números, figuraciones. Lo que sé del cementerio alemán
no viene de ahí, sino de mis visitas a ese lugar o de los poemas y fotografías
que han caído en mis manos. Vuelvo a la primera jornada, a cómo algo real se
acaba convirtiendo en una ficción que, más tarde, se transforma en una realidad
distinta a la original. Mi lectura de ese territorio no es más que una
combinación de fabulación y verdad, de algo que parte de una certeza y concluye
bajo el paraguas de la imaginación. Casi todo lo que me encuentro en algunas
comarcas del norte de Extremadura tiene algo de eso, de incógnita, de enigma
indescifrable. También el cementerio alemán, con el muro de piedra que lo
rodea, el camino de entrada que recorremos solemnemente por intuición o por
inercia, las vigas de madera y las enredaderas, las escaleras que descendemos
mientras van creando huecos de sombras o de vacío, como un terreno de nadie,
oscurecido a intervalos por las tres columnas que anticipan una representación
geométrica de la muerte. Frente a nosotros, un cúmulo de cruces perfectamente
alineadas.
La muerte, escribió Álvaro Valverde, tiene una medida
exacta. Así inicia su “Cementerio alemán, Yuste”, al que volverá años más tarde
con otro poema, “Regreso al cementerio alemán”. Ambos textos se recogen en un
libro que tengo ahora a mi lado. Lo publicó no hace mucho Ediciones de La Rosa
Blanca. Con un sugerente prólogo de Miguel Ángel Lama y con las magníficas
imágenes de Salvador Retana, Cementerio
alemán. Yuste reúne todos, o casi todos, los poemas dedicados a ese
emplazamiento perdido en la comarca de la Vera. Un total de 17 autores que se
sirven de este lugar de la memoria como motor del poema. Al escribir sobre él
esa metáfora de la historia o ese recinto del pasado se convierte en un
presente vivido, en un espacio leído y legible, como recuerda Miguel Ángel Lama
en sus páginas preliminares.
Aunque cada poema sea una forma única de abordar el
cementerio alemán, existen ciertos temas que se repiten: la lejanía («una
patria ilusoria / que aquí, lejos de casa, se ha formado / con jóvenes
despojos», José María Micó; «lejos de las guerras / que os trajeron hasta
aquí», José Carlos Llop; «tan lejos de su tierra, / tan cerca de su sino»,
Santiago Castelo; «Para acabar aquí, / lejos de vuestra casa», Santos
Domínguez; «Más lejana la luz», José María Muñoz Quirós); la juventud de los
soldados («muertes lejanas, jóvenes muertes», Elías Moro; «aquellos
adolescentes tardíos», Cristian Gómez Olivares; «la valentía, en suma, / de
tanta irreparable juventud», Daniel Casado; «Soldados alemanes, cuántos
jóvenes…», Carlos Medrano; «Muchos de vosotros, todos vosotros, / sois ahora
jóvenes para siempre», Antonio Reseco; «No hay pena ni perdón para muchachos /
que a destiempo cruzaron la frontera», Álvaro Valverde); la presencia ausente
del emperador, monte arriba («en el que hace unos siglos / se retirase un viejo
emperador», Antonio del Camino; «en la sierra florece / la barba encanecida del
César moribundo», Santiago Castelo; «bajo los árboles donde un Emperador /
cambió sus sueños por relojes y misas», Juan Lamillar; «el fantasma del
emperador / os visita a veces», José Carlos Llop). Más allá de esos temas, lo
que predomina es una figuración abstracta que al describir el paisaje lo
interioriza, lo reformula, como si la naturaleza del lugar lograra proyectarse
en lo más profundo de quien se detiene a explorarla. Un proceso de observación
motivado por el sosiego, la calma, la solemnidad del silencio y de la soledad,
el idioma extranjero, los nombres impronunciables, desconocidos y alineados
como un solo hombre, la paz continua y la derrota, la paradoja de la ruina y del
árbol que a pesar de todo florece, la memoria y el olvido, el epitafio sin
inscripción alguna, la apariencia de infinito y de eternidad, la geometría, la
exactitud y la injusticia de la muerte.
No hay lugar que no pueda leerse. Todos, de alguna forma,
llevan inscritos sus propios signos, la motivación que llevó a construirlos, el
anhelo de que perduren en el tiempo, la razón por la que serán demolidos tarde
o temprano. Todo espacio conserva el alzado de su ruina, como un esqueleto
invisible que configura su identidad, su modo de ser y de estar en el mundo.
Todo territorio es un libro abierto al aire, a la espera de que alguien se
acerque para identificar qué significan, qué significaron. El cementerio alemán
de Yuste es uno de los lugares más legibles que conozco, desde que comencé a
visitarlo durante los primeros años de la década de los noventa. Acostumbrado a
tanto camposanto de hormigón y cemento, encontrarme en un lugar de ese tipo
supuso para mí un hallazgo, un aviso, una señal distinta de cómo puede
proyectarse la muerte. Algo que tiene que ver con la aceptación y también con
la extrañeza, con la ley y el accidente, como en aquel poema de Jorge Guillén.
Aún sigo repasando los nombres y las fechas mientras
paseo por las cruces. Los recito en silencio, como si fueran un mensaje que
solo tuviera un destinatario. Con ellos imagino las ciudades que dejaron, los
aviones desde donde cayeron, los submarinos que no volverán a emerger de nuevo.
Cada cruz es una muralla repartida por el suelo, escribió Gómez Olivares. La
sombra que despliegan esas mismas cruces hace que la luz se vuelva más lejana,
más difusa, y sin embargo esa distancia de décadas y de países se aferra a
nosotros con fuerza, como quien abandona un lugar para tratar de entenderlo.
En cierta forma, el cementerio alemán de Yuste no es más
que el reguero de escombros que iba dejando a su paso el ángel de Paul Klee,
mientras avanzaba de espaldas y un viento huracanado le impedía detenerse. Aquí
al menos esa destrucción, como escribió Micó, es «perversamente hermosa / y
hermosamente triste». Como las imágenes de Salvador Retana que aparecen al
final del volumen: las huellas en la nieve; los ríos diminutos que se cuelan
entre las cruces; la niebla que trasforma un escenario natural en una película
muda; las hojas esparcidas por el suelo, anticipando una nueva estación del
año; la tinta china que en su simplicidad se vuelve aún más profunda; la
perfecta combinación del blanco y el negro, como una macabra prolongación de la
tierra; la mirada perdida de algunos paseantes; la corteza variable de los
árboles, también de los que se sitúan más allá del muro. Todo ello, visto desde
fuera, me hace pensar que estos soldados no llegaron hasta aquí para morir,
sino para permanecer. Por eso soy capaz de cumplir el aviso que leo en la placa
de bronce de la entrada: «Recordad a los muertos con profundo respeto y
humildad». He necesitado muchos años, muchas visitas y lecturas, muchas
imágenes, para reconciliarme con ellos.
Si hacemos caso a lo que escribe en Viajes por España, Pedro Antonio de Alarcón no pasó por Cuacos de
Yuste. No quería visitar el pueblo que amargó, literalmente, los últimos días
de Carlos V. Según algunas crónicas, los habitantes de Cuacos se apoderaron de
las vacas suizas del rey porque pastaban fuera de palacio. O apedrearon a Juan
de Austria, aún niño, mientras cogía cerezas de un árbol que pertenecía a
alguien del pueblo. También Unamuno se refiere a esos episodios. Cita un texto
de Fray José de Sigüenza: «[Los habitantes de Cuacos] vencieron la paciencia
del emperador. Son de baxos respetos, desagradecida, interessada, bruta,
maliciosa». Más allá de la visión laudatoria de Alarcón cuando se refiere al
emperador o de la despiadada crítica de Sigüenza, me quedo con las palabras de
Pedro Mingote, uno de los personajes que aparecen en El peregrino entretenido, la magnífica novela de Ciro Bayo. Llegué
a ese libro gracias a La España vacía,
de Sergio del Molino, y aún hoy creo que es una de las mejores recomendaciones
literarias que me han hecho nunca.
Mingote es una invención, un desdoblamiento del propio
autor, por mucha apariencia real que adopte (añadirle el adjetivo ficcional a
la literatura no deja de ser un pleonasmo). Cuando Ciro Bayo le pregunta qué le
había parecido Yuste, Mingote lo resuelve con una respuesta genial: «será mejor
que reserve mi opinión, porque así lo verá usted sin prejuicios. Todo
espectáculo está dentro del espectador». A la pregunta de cómo juzga la
elección de Carlos V cuando optó por retirarse allí sus últimos días, Mingote
echa mano de una cita de Séneca: «El que se retira con ostentación convida a
todos a que le visiten». Una forma estupenda de desmitificar tanto tópico
latino aplicado al retiro del emperador. Porque, según ese personaje, Carlos V
sólo quiso convertir a Yuste en su nuevo palacio y a Cuacos, en un arrabal de
cortesanos y soldados. Y añade: «So pretexto de hacerse eremita, hizo ni más ni
menos que un mercader de Florencia que liquida sus negocios y se retira al
campo». No hay, pues, ni beatus ille
ni locus amoenus ni odas a la vida
retirada. Sólo un usurpador que, tal vez por inercia, quiso ejercer sobre
Cuacos un poder al que no había renunciado del todo.
Existen otros personajes que Ciro Bayo va describiendo
mientras visita el pueblo, durante una verbena de San Juan. Por ejemplo, un
cacique dadivoso al que apodaban Rey de Cuacos. O un pintor, conocido por todos
como el Pintamonas o El Solitario de Yuste, porque se pasaba muchas horas solo
frente al palacio o en las cercanías del convento pintando cuadros que luego
trataba de vender a los turistas que visitaban la comarca. En realidad, no sólo
pintaba esa zona, también retrataba el paisaje humano que iba encontrando.
Según el artista solitario, en Cuacos no le faltaban modelos, porque el pueblo
era «un cinematógrafo de tipos trashumantes». Allí recaía, nos dice, una gran
variedad de personajes.
De entre todos los episodios que relata Ciro Bayo sobre
el pintor, me quedo con el que le detalla la factura que entregó al
ayuntamiento de Cuacos por la reparación de los cuadros de la iglesia
parroquial: dos pesetas por ponerle una cola nueva al gallo y unas cuantas más
por añadir dos estrellas al cuadro de la Creación del Mundo. También por
dibujarle algunos dientes a la quijada del asno.
Ciro Bayo le pregunta por qué no vive en la ciudad. No
puede entender que una persona de su talento prefiera un pequeño pueblo y no
una urbe en la que desarrollar su carrera. Parece una pregunta sin importancia,
casi banal, obligada incluso, y sin embargo se trata de una cuestión que guarda
un trasfondo mucho más profundo del que pueda resultar a primera vista. Un
siglo y pico más tarde este país sigue sin tolerar bien ciertas actitudes o
modos de vida. Aunque España haya sido un país esencialmente rural, a excepción
de algunos núcleos industriales, todavía pervive ese prestigio bobalicón de los
centros de poder, normalmente instalados en las ciudades. De tal forma que,
para algunos, resulta incomprensible no estar donde se supone que se debe
estar, siempre que uno quiera ser conocido y respetado. ¿Por qué una persona
con talento no trata de vivir en uno de esos centros? ¿Por qué prefiere
instalarse en un pueblo y renunciar así a una sociología de favores de ida y
vuelta? Quien lo elige, pensamos, es porque algo oculta. Y lo que oculta el
pintor solitario es un asesinato (paródico, irrisorio, burlesco, cómico, pero
un asesinato al fin y al cabo). Por eso prefiere vivir allí, en Cuacos, «ni
envidiado ni envidioso, que es el sumo bien que desear se puede en una aldea».
Es el fin de la última jornada. Cuando miro atrás y
pienso en algunos pueblos de la Vera, no puedo evitar juzgarlos como un único
pueblo. Poco importa que sea Jaraíz o Jarandilla, o Cuacos y Garganta. Para mí
tienen la misma forma a la que se refería Unamuno: pueblos con callejas que se
retuercen, como el cauce de un río que fuera culebreando. Al final, vistas
desde un extremo, todas las calles parecen lugares de una sola vivienda, bajo
una misma paz sedante o una misma eternidad quieta y serena. Quizás sea ese el motivo
por el que, cuando regreso a Plasencia, visito también la Vera, aunque me
cueste llegar si no es en coche. Vuelvo de nuevo a Unamuno: el viaje, cuando es
lento, se hace más viaje.
(Estos dos artículos aparecieron en los números 401-402 (abril y mayo) de la revista Quimera. Las fotografías pertenecen a Salvador Retana)