26.1.06

Apuntes

A la crítica actual se le estrechan los márgenes. No por lo nuevo, porque la literatura, como ya sabemos, no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Hablo más bien de todo aquello que resulta ya estudiado. Pienso en Borges, en Proust, en Shakespeare, por ejemplo. A un joven investigador pocas veces se le propone abordar estas figuras, porque su ámbito de estudio (de novedad) ha menguado. Es decir, se reducen posibilidades en el momento que todos esos autores ya han sido casi integralmente repasados. A lo sumo, un cotejo del autor con alguna tendencia actual, que proponga una revisión actual de su obra. O una relectura un poco más acorde con la contemporaneidad (tiempo que, pasado unos años, se convertirá en una antigualla). A decir verdad, yo también, humildemente, he manejado y a veces participado en ese aparato crítico. Eso es lo que traté de hacer con Jaime Balmes (admito ahora que torpemente), o con otros autores como Juan de la Cruz, al que intenté revivir a través de la plástica de Kandinsky, de Chillida o de Torner.
Al principio, reconozco que tuve una pequeña desilusión al comprobar la existencia de estos territorios vedados. De hecho, llegué a Balmes por una mera equivocación que nunca sabrá el profesor que dirigió el trabajo. Saber que sería difícil encontrar aval para un proyecto sobre Cortázar supuso una pequeña derrota. Se argumentó para el caso la saturación de líneas de investigación en este sentido. Sin embargo, con el tiempo he ido descreyendo de la crítica, de la crítica tradicional, se entiende, de la canónicamente aceptada por la academia. He llegado a un punto en donde creo que la filología o la crítica literaria ocupa un papel importante, pero no definitivo. Ya no es cuestión de buscar grandes angulares, o de mirar con lupa tal o cual expresión. Reconozco que sigo manejando el aparato crítico para desarrollar ciertas cuestiones, pero cada vez desde un estadio más alejado, porque buena parte de esta crítica se esmera en hacer estudios cerrados, donde el autor o tendencia gire sólo en torno al trabajo del crítico. En contrapartida, me he ido acercando hacia otras visiones que abordan a tal o cual escritor de una forma mucho más íntima, un poco menos rigurosa, pero más intensa. El primero que me enseñó esta nueva forma de mirar fue Paul Auster, que se ha convertido para mí en el primero en muchas cosas. Hablo de su miscelánea Pista de despegue, que recoge sus ensayos y algunos poemas de la década de los setenta. De entre todos los trabajos, recuerdo sus “Apuntes sobre Kafka. En el cincuentenario de su muerte”. Me interesó y me sigue interesando porque no sólo veo al escritor checo, sino al propio Auster. Y aquí reside todo el encanto, porque ya no sólo basta con que nos desvelen a un autor. Es necesario también conocer a quien lo describe. Es importante conocer también al crítico, saber por qué llegó al autor y encomendó buena parte de su tiempo. No hablo de quitar protagonismo al objeto de estudio. Más bien se trata de humanizar a esa crítica, para que descubramos al fin que esa humanidad también puede ser la nuestra. Así, gracias a Auster, llegué a Knut Hamsun, a David Reed, a Laura Riding, a Beckett, a Ungaretti o a Edmond Jabès. Es esa intimidad necesaria que encuentro en las entrevistas de Truman Capote, en los trabajos de Gérard de Cortanze, o en aquella desconocida, torpe, ingenua, exagerada y maravillosa biografía de Juan de la Cruz a manos de Gerarld Brenan. En ellos sí descubro esa palabra definitiva que me acerca al autor que busco, porque me dejan espacio a la duda, y me hacen partícipe y me dejan pensando en el autor(es) que acabo de leer. No me importa que me dirijan la lectura, porque al precio de uno estoy conociendo a dos artistas. Y no es cuestión de buscar baratijas, sino de que por fin a uno le estimulen diciéndole que esto de la literatura no es cuestión de parnasos, sino de personas. De apreciaciones que no aspiran a críticas solemnes o definitivas. Se bastan con permanecer a lo largo del tiempo como breves y exquisitos apuntes de la Historia.

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