16.1.06

La partida

Nadie puede escribir una novela hasta que no ha perdido un lugar. Admito que sobre el papel esta idea encaja bastante bien, quiero decir, parece contundente, premonitoria, literaria. Sin embargo, desde hace unos meses creo que es cierta, aunque pasado el tiempo ya no quede de ella más que el bonito titular para una partida. Se puede generalizar y concluir, con más o menos acierto, que nadie puede escribir hasta que no ha perdido alguna cosa. En mi caso, esa ciudad fue Granada. Me explico. Allá por el mes de junio recibo la noticia de que había pasado el primer examen de oposición para ingresar en el profesorado de secundaria de Catalunya. Uno ya lo sospechaba, porque era consciente de que el tema elegido en el examen había sido desarrollado, creo, con bastante dignidad. Además, la calificación obtenida podía hacerme pensar, sin equivocarme, que el empujón ya estaba dado. Me llamó una compañera, a la que por cierto no he vuelto a ver desde entonces, a eso de las ocho y media, anunciándome, de paso, que debía presentarme en Barcelona al día siguiente, apenas quince horas más tarde. Busqué un billete. Primero en la estación de tren, que resultó imposible (dado el tránsito de barceloneses que vienen a Granada, y viceversa, aunque las autoridades estén más pendientes de otra cosa y no actúen dotando a la ciudad andaluza de una comunicación ferroviaria mucho más digna de la que tiene). Después, buscando un avión, que igualmente resultó en balde. No me gusta viajar en autobús, al contrario que a Josep Pla, que encontró en este medio un tema central de un libro estupendo sobre tierras catalanas. No obstante, reconozco que en aquella ocasión me salvó de tener que resignarme al coche y conducir toda la noche. Sobre las nueve y cuarto conseguí un billete para las 11 de la noche. Salí de la estación lo más rápido que pude y me acerqué a casa. Cuando llegué, abrí la maleta y jugué al baloncesto, viendo volar la ropa del armario a la bolsa de viaje. Cogí aquellos libros que creí necesarios más un libro de poesía (de Juan Gil-Albert, que leí) y otro de novela (de Richard Ford, que no leí), para gusto personal. A partir de aquí, uno ya sabía que su vida podía dar un giro bastante amplio, por eso todo lo que refiera a partir de entonces no es más que la historia de una pérdida. Sobre las 10 salí de casa. Durante esos días no había llovido. Como mucho, un chirimiri estival hacía unos días. Sin embargo, aquella noche comenzó a llover (quiero recordar que con fuerza). Al vivir en el Albayzín, un barrio árabe y emblemático y del que no dejaré de hablar hasta que me muera, las calles están en pendiente, y el suelo está hecho de innumerables piedras que resbalan (Radio Tarifa da buena cuenta de ello). Afortunadamente, no me caí, aunque a punto estuve de hacerlo (no sería el primero, porque en más de quince ocasiones he visto como conocidos y desconocidos se empotraban contra el suelo). Al llegar a la iglesia San Gregorio y adentrarme en Calderería Nueva, uno o dos comerciantes salieron a despedirse. Esa calle está plagada de teterías y de tiendas que venden artículos árabes, desde lámparas hasta bufandas, pasando por todos los productos necesarios para que cualquier visitante descubra que al marcharse acaba de dejar una ciudad que seguirá siendo árabe. Sin embargo, muy pocas veces había saludado a los hombres que regentaban el negocio. Por eso me sorprendió que esos dos marroquíes (me encantaría pensar que fueron más, cosa que acabaré admitiendo distorsionando la memoria) salieran a mi paso y me despidieran hasta septiembre. Cómo no decirles que volvería, aunque una parte de mí comenzará a saber que el regreso parecía improbable. Sigo mi camino y acabo en un bar de la calle Elvira, Casa de todos, donde preparan unos bocadillos estupendos a muy buen precio. Siempre había tenido una buena relación con el camarero más joven, que solía ocuparse de las noches del bar. Le pedí lo de siempre (los que me conocen saben de qué se trata) y mientras pagaba comenzamos a hablar del barrio y de la gente que al cabo de dos meses volvería a estar de regreso. Me despedí. En Plaza Nueva, otra de las plazas más hermosas del mundo, que sirve de inicio al paseo más maravilloso de la Tierra, Carrera del Darro, Paseo de los Tristes, pedí un taxi. No suelo hablar con los taxistas, pero como en aquella noche todo resultaba diferente el conductor comenzó a hablarme. Primero de las obras nuevas de la ciudad. Después de la ciudad en sí misma. Sólo escuchaba. De lo contrario no creo que pudiera haber articulado demasiadas palabras, viendo pasar la ciudad llena de lluvia y los barrios blancos del norte tras el cristal. La memoria se encargará de decirme que el taxista, sin proponérselo, estaba intentando convencerme de que pasase lo que pasase no abandonara la ciudad. Como si le hubieran encargado a él el difícil papel de retener a los que se marchan. Poco después llegamos a la estación, con el tiempo justo para comer y averiguar la dársena. Afortunadamente, no distó mucho rato. El paréntesis entre el último bocado y el embarque lo dediqué a telefonear, para sentirme un poco menos solo más que nada. A las 11 en punto tomé el autobús. Poco antes de abandonar la circunvalación tuve tiempo de mirar a la ciudad. No encontré ninguna de las torres de la Alhambra, aunque en realidad daba igual. Afortunadamente, no sólo de lo emblemático vive este lugar. Fue en ese momento cuando descubrí algo mucho más amplio, más exagerado. Todo lo que había escrito hasta el momento carecía de importancia. Por eso, juzgué imprescindible en mi vida literaria aquella pérdida, la única que me haría mantener una cercanía real y trasparente hacia la creación artística. Dejar Granada a cambio me había permitido comenzar a escribir.

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