La Verneda
La parada del autobús
Iniciarás
una nueva semana
y
continuarás así el ritual
de
tus días.
Seguirás
la costumbre de levantarte
temprano
y abandonar
con
torpeza la habitación.
Sabrás,
ya desde el comienzo,
que
tu primera despedida se produjo
al
cruzar el umbral de una casa.
Bajarás
a la calle
en
compañía de tu madre y esperarás,
aún
con sueño,
la
llegada de dos autobuses
con
rutas similares.
La
alegría consistirá entonces
en
abrir bien los ojos,
porque
se ha visto, a lo lejos,
los
número 43 o 44.
Buscarás
un hueco y convertirás
ese
espacio en una humilde
y
meritoria conquista.
Con
suerte, quizás logres sentarte.
Mirarás
con sosiego
la
extraña mecánica de una ciudad
durante
las primeras horas de la mañana.
Su
movimiento, calculado hasta el extremo.
Su
ordenación perversa
y,
a la vez, admirable.
No
conocerás a nadie.
En
ese rincón del autobús
serás
consciente del exiguo
espacio
que ocupamos en el mundo.
Un
universo aterradoramente minúsculo,
pero
un universo al fin y al cabo.
No
conocerás a nadie
y
sin embargo aquellos viajeros,
efímeros
y somnolientos,
te
serán para siempre familiares.
El
trayecto será largo
y
aun así llegarás pronto al colegio
(recuerdas
parte de su ruta:
Rambla
de Guipúzcoa, Bac de Roda,
calle
Mallorca, avenida de Roma…).
Aprenderás
a construir un territorio
a
partir de unas pocas calles.
Apenas
sabías que todo lugar
encierra
en sí otros lugares.
Recibirás
más lecciones de esos viajes.
Comprenderás,
por ejemplo,
que
un refugio no se encuentra
en
un espacio remoto,
sino
en el hueco que has podido ocupar
en
un vagón de metro
o
en un autobús lleno de gente.
Comprenderás
que para aislarse
no
se requiere un paisaje desierto.
Basta
con saberse solo
entre
otros semejantes
con
los que nunca hablas.
De
las horas en el colegio
recordarás
una tarde.
Fuera
llovía y la lección avanzaba.
Alguien
recitaba en voz alta
el
nombre de los planetas,
que
por entonces eran nueve.
Retendrás
esa tarde
porque
aprendiste uno de los pocos versos
que
todavía sabes de memoria:
monotonía de lluvia tras
los cristales.
Allí,
pegado a la ventana,
siguiendo
el curso de las gotas,
lograrás
imaginarte en otro lugar.
Habrás
iniciado, sin saberlo,
esa
costumbre tuya
de
estar siempre en otra parte.
En
una fuente de Montjuïc,
mientras
miras a la cámara.
En
el parque de la Ciutadella,
que
en aquel momento te parecía inmenso.
En
las pistas de tenis
que
improvisaste con tu padre.
En
las vías de la estación de Francia
y
en las palabras que leías al abandonarla
(Sí,
Barcelona és bona…).
Estarás
en otro lugar,
porque
a media tarde dejarás el centro.
Volverás
al margen.
El
regreso bajo tierra será,
en
el fondo, similar:
cambiar
de línea,
acortar
el trayecto
con
algún juego recién inventado,
repetirte
a ti mismo
unas
cuantas palabras
por
el simple placer de recordarlas.
Así
pasarás tus primeros años,
en
esos trayectos en los que, aún hoy,
intentas
encontrarte.
Acabas
de escribir el poema
más
largo de tu vida.
1 comentarios:
Muy buena, si señor... esos momentos cotidianos y a la vez... poéticos
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