15.6.15

Kaddish por un lenguaje no nacido


Releo las notas que tomé durante mi viaje a Polonia, en el verano de 2013. Están recogidas en uno de los diarios de viaje, el decimoquinto, dedicado casi íntegramente a diferentes ciudades polacas. Varsovia, sobre todo. También Cracovia, Poznań o Wrocław. Busco las páginas que hacen referencia a mi visita a Auschwitz, pero no encuentro más que una frase tomada poco antes de regresar a Cracovia. Una frase escueta, informativa, testimonial, garabateada en el trayecto de vuelta en autobús. Días más tarde, cuando ya había dejado Polonia y me encontraba en Berlín, estuve escribiendo bastante rato en una terraza del barrio de Prenzlauer Berg. Notas tomadas a modo de síntesis, de resumen. Una de ellas dice: «El primer día de agosto, miércoles, estuve en Auschwitz, pero de eso ya hablaré más adelante». Sin embargo, por más que he revisado aquellas notas y los diarios inmediatamente posteriores, nunca hablé de Auschwitz. Ni los días que siguieron a mi visita, aquella mañana de agosto, ni más tarde.
La historia se quedó en suspenso, postergada. Como si formara parte de un recuerdo intraducible. Era una historia real que no encontraba las palabras justas para traerla de vuelta. Tal vez, esa haya sido la lección más importante que podía extraer, la enseñanza a la que parecía destinado desde el inicio: a pesar del tiempo, de los años trascurridos desde su liberación en 1945, a pesar de su extensa bibliografía y de sus reinterpretaciones, Auschwitz sigue siendo una lucha contra el lenguaje. Ignoro si existe idioma capaz de soportarlo, si alguna vez podremos hablar de una literatura propia de los Lager o si Adorno estaba en lo cierto y escribir poesía después de Auschwitz no sea más que un acto de barbarie. Ignoro todo eso y, sin embargo, tengo la sensación de que ya no queda otra forma de afrontarlo si no es a través de la escritura. Odette Elina lo explica muy bien en las palabras preliminares que abren su libro Sin flores ni coronas: «No me arrepiento de haber escrito estas notas al volver del campo de concentración, pues, a la larga, los recuerdos se deforman o se dramatizan, y se alejan siempre de la verdad». Miro una de las fotos que tomé en el campo y me doy cuenta de que Elina tenía razón: los recuerdos se deforman y se dramatizan. En la fotografía que conservo se ve a una multitud de adolescentes siguiendo el curso de las vías. Todos, o casi todos, llevan banderas de Israel. Todos, o casi todos, dejan velas entre las vigas de madera y el hierro. La mayoría de los lemas expresan una idea parecida. Vuestra muerte no fue en vano. Vuestra muerte es nuestra fuerza. Vuestra muerte. Y la frase se vuelve a quedar a medias, interrumpida, como la Historia. Porque son proclamas que se construyen con un único fin: dar con un soporte moral que sirva como coartada. Visto con perspectiva, descubro que esa fue una de las imágenes más terribles que me encontré aquella mañana. La búsqueda patológica de mártires que justifiquen una acción, cualquier acción. El amparo histórico, la excusa. La constatación de que, en el fondo, no hemos aprendido nada, y que, por mucho que creamos lo contrario, la Historia está condenada a repetirse.
¿Cómo explicar, pues, lo que sucedió? ¿Cómo salvar lo intraducible? Quizás resulte más cómodo saber que no se sabe nada, porque así nos ahorramos muchas explicaciones. Sin embargo, si nos aferramos a esa idea, el precio que pagamos es demasiado alto: la destrucción de un recuerdo nos aniquila, nos extermina lentamente y nos convierte en una caravana de sombras desmemoriadas, vacías, inanes. Imre Kertész lo explica en su Kaddish por el hijo no nacido: «a decir verdad, sí quiero recordar, claro que sí, quiera o no quiera, no puedo hacer otra cosa si escribo, recuerdo y debo recordar aunque no sepa por qué, por el saber sin duda, pues el recuerdo es saber». Por eso, todo lo que vi aquella mañana en Auschwitz debe tener una explicación. Debe tener una explicación el vagón que, ya inmóvil, reposa sobre la vía, las alambradas de púas antes eléctricas, la inmensa puerta de entrada que da inicio a un no retorno, la extensión verde acotada por árboles, la fisonomía en ruinas de los crematorios, los cinco o seis peldaños que parecen seguir cavando más allá de la tierra, aunque se hayan topado con las piedras. Debe tener una explicación, porque la única forma de combatir la barbarie es no dejando que se ampare en lo inexplicable.
El camino que separa Auschwitz I de Auschwitz II-Birkenau es relativamente corto. En uno y otro se agolpan pesadas cargas de turistas. Han llegado hasta allí con viajes organizados y tienen el tiempo justo para desplazarse entre barracones, museos y torres de vigilancia. Tienen razón quienes opinan que el campo corre el riesgo de convertirse en un gran centro turístico. Sorprende e inquieta esa capacidad de la industria, la poderosa maquinaria que mercantiliza el dolor y rentabiliza el sufrimiento para convertirlo en un parque temático de la infamia. También eso tiene una explicación: el sistema capitalista asegura su supervivencia si es capaz de despojarnos de aquello que nos identifica como seres humanos. Si nos aparta de la reflexión y de la memoria. Visitar Auschwitz, Dachau, Mauthausen o cualquier campo de concentración requiere un acercamiento distinto, un recorrido desprovisto de rumbo fijo, de itinerario. Un camino seguido casi al azar y no, como ocurre ahora, sujeto a los vicios del mercado. Cuando a Primo Levi le preguntaron si había vuelto a Auschwitz después de la liberación, respondió significativamente lo que sigue: «el gobierno polaco lo ha trasformado en una especie de monumento nacional […] Hay un museo en el que se exponen miserables trofeos: toneladas de cabellos humanos, centenares de miles de gafas, peines, brochas de afeitar, muñecas, zapatos de niños; pero no deja de ser un museo, algo estático, ordenado, manipulado. El campo entero me pareció un museo». Una idea que se suma a las múltiples voces críticas que cuestionan el tratamiento del campo en la actualidad, su forma de llegar al mayor público posible, aun a costa de que se pierda por el camino su condición original. Hago mía la pregunta de Georges Didi-Huberman: ¿es necesario simplificar para trasmitir, mentir para decir la verdad?
Por la tarde, la afluencia de visitantes disminuye, al menos ese primer día de agosto. Las hordas de turistas desaparecen justo en el único momento del día en el que visitar los campos es gratuito. La visita, entonces, se trasforma en algo diferente, como si nos convirtiera a los ya escasos viajeros en un pasaje de Kertész: una suma de seres enfrascados en una conversación privada, una triste mancha en el lienzo de un paisajista, mientras se sacuden los fundamentos de la armonía y de la naturaleza. Surge así el asombro de quien ya está cansado de asombrarse, como escribió Primo Levi. El campo se extiende y acaba perdiéndose en la lejanía. Es, al decir de Félix Grande, una grieta abierta en el muro de la Historia. Pensé en las palabras de una reclusa, R. Kagan, ante la ejecución de cuatro prisioneras: «debo verlo todo y procurar recordarlo». Y pensé también en lo que dejó escrito Muñoz Molina sobre la doble angustia de Primo Levi: la de no rendirse al olvido y la de no poder soportar el recuerdo. Vuelvo a Kertész: «querría huir, pero algo me retiene […] como si la corriente sucia de mis recuerdos quisiera salirse de su cauce oculto y arrastrarme». En realidad, me digo ahora, no es más que la culpabilidad del superviviente, la extraña opresión de la vergüenza. Su salvación también les condena. Empujados a escribir para reconstruir sus vidas, aunque implique un esfuerzo violento traer de vuelta recuerdos que parecen extraídos de una encarnación anterior. Aunque estén convencidos de que nadie iba a creerles. De nuevo, el lenguaje no nacido, porque el idioma heredado no basta. El léxico es ya distinto. “Invierno”, “dolor”, “cansancio”, “miedo” pierden su significado, su sustancia, se destruyen. Son eufemismos. En nuestras lenguas, nos recordó Primo Levi, no existen palabras para expresar esta ofensa. La locura geométrica de los Lager exige una narración diferente, una narración febril, en esa especie de inquietante coherencia que surge del delirio. Una escritura que sirva para cavar fosas en el aire, que dé por fin sepultura al humo que continúa oscureciendo al mundo. Porque Auschwitz ya no se encuentra en unas cuantas hectáreas de una población polaca. Forma parte del aire que respiramos, como un cielo opaco que espera el momento oportuno para caer sobre nosotros.
Por la noche ya no queda nadie. Oświęcim, más conocida por su topónimo alemán, se queda prácticamente vacía. El último autobús de línea vuelve a Cracovia. En el camino de regreso, intentas escribir algo que resuma lo que has visto. Aún no sabes que tendrá que pasar cierto tiempo para desarrollar tus apuntes. Las imágenes se agolpan, se superponen y dan inicio al recuerdo. A la extraña fisonomía de la memoria. Los raíles, las torres de vigilancia, la alambrada de púas, los pabellones, todo eso va quedando atrás lentamente. Se esconden tras una pesada cortina de humo y ceniza. Ahora es lo que más recuerdas y lo que guardas con mayor consistencia, aunque permanezca anudado en el aire y a ti te resulte una atmósfera inabarcable. Signifique lo que signifique.  

[Publicado en la revista Quimera, núm. 378, mayo de 2015]

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