Los modianescos
Sospecho
que los lectores de Modiano, los de primera y segunda hora, afrontan con un
sentimiento doble la concesión del Nobel a un autor al que tanto conocen. Por
un lado, se felicitan, porque ven en el galardón un acto de justicia poética.
Por otro, temen que el premio le convierta en una moda y le aparte de eso que
tan bien hace: escribir excelentes novelas. No sería el primer Nobel que, lejos
de auparle, una distinción como esa le condenara casi al ostracismo. Ahí
tenemos, sin ir más lejos, el caso de Vicente Aleixandre.
Al
aplauso más o menos generalizado, se suman otras voces críticas que juzgan a
Modiano como el autor de una sola obra, con reiteraciones y fórmulas que emplea
en cada nueva novela. Quizás no les falte razón. Con matices, eso sí. Como dice
José Carlos Llop, sus fieles esperamos ese mismo libro que nunca lo es. Porque
Modiano no publica novelas si no es para construir con todas ellas un universo.
Puede que sus argumentos sean iguales, pero las experiencias y vicisitudes de
sus personajes cambian, aunque encontremos tantos puntos en común que, al
final, tengamos la sensación de estar leyendo una sola narración dividida en
muchos capítulos.
Varios
elementos hacen reconocible ese universo, un tipo de escenarios y de tramas que
configuran lo modianesco. Su atmósfera nos recuerda a los cuadros de Magritte,
en los que se mezclan objetos nítidos en un ambiente irreal, onírico. Imágenes
que oscilan entre el desenfoque y el hiperrealismo, como ha señalado José Ángel
Cilleruelo. O entre el realismo y la realidad poética, en palabras de Morand.
Una realidad difusa, borrosa, llena de zonas neutras y agujeros negros en los
que siempre se está en tránsito, suspendidos en el aire, sin sujeción apenas.
Un lugar que ejerce sobre nosotros un extraño imán, capaz de conducirnos por
calles en cuesta o aceras al sol, bulevares o márgenes de un río. Y detrás de
todos ellos el territorio al que parecíamos destinados desde el inicio. Ese
lugar que aún conserva ciertas huellas de las personas que lo han habitado. Porque
todo espacio encierra en sí mismo un espacio anterior, como un palimpsesto. El
universo de Modiano no es sólo el de una cartografía de emplazamientos que ya
no existen. Pueden haber desaparecido, pero siguen allí, en alguna parte,
soterrados. Como indica José Carlos Llop, es el territorio de lo imaginario
mezclado con la sombra de lo real. O con la sombra del sueño. Los detalles
topográficos, nos explica el propio autor, siempre causan un curioso efecto: en
lugar de convertir la imagen del pasado en algo cercano y claro, nos producen
una sensación desgarradora de vínculos rotos, de vacío.
Ese es el
territorio por el que deambulan unos personajes que persiguen y son, a la vez,
perseguidos, en un ambiente fronterizo a punto de derrumbarse. Seres que se
desvanecen en su propia sombra, con un porvenir incierto y escurridizo. Vagas
siluetas sin nombre ni apellidos, sin raíces, impenetrables, amenazados,
espectrales, asediados por una culpa de la que ignoran, en ocasiones, su
origen. Corren peligro, si bien intuyen que el verdadero peligro sería no
correr peligro alguno. A pesar de su corta edad, ya han vivido demasiado.
Personajes que se mueven entre bandas y compañías dudosas, ajustando cuentas
con su familia, vigilados por la policía o rodeados por extraños guardianes de
lugares en desuso. Sus enemigos son invisibles, igual que su itinerario,
repleto de idas y vueltas constantes. Parecen arrojados al mundo, desamparados,
solos, y están obligados a huir de un sitio a otro, intentando ser dueños de su
destino, con apellidos falsos o apodos, con una identidad inventada o cambiando
de señas para renacer de nuevo, en busca de un presente perpetuo o de un punto
fijo. Porque todo lo que les rodea es inestable, está en movimiento: los
hoteles, las habitaciones de paso, los coches, las estaciones de tren, los
refugios, los cafés. Toda una antesala dispuesta para empujarlos a partir, a
abandonar el lugar y a perderse sin dejar rastro. Con el paso del tiempo no
serán más que fantasmas, obstinados en volver.
Permanecerán ocultos en algún registro. Se dudará incluso de su
existencia, porque parecen cubiertos por una pátina de irrealidad. Necesitas
tocarlos para asegurarte de que son seres de verdad. Si no se borran del todo
es porque alguien decide hablar de ellos, rescatarlos, y arrojar así algo de
luz a un pasado confuso.
Modiano
escribe para lanzar llamadas, como señales de faro, y aunque no confíe en que
puedan iluminar la noche, mantiene la esperanza de reencontrarse con todo
aquello que se ha perdido. Basta con un poco de paciencia. Lleva tiempo
conseguir que emerja lo que ha sido borrado. Basta también con permanecer
alerta, al acecho de unos pocos detalles que le permitan establecer vínculos
entre dos tiempos, el punto clave en el que una existencia queda atrapada y
compromete su porvenir para siempre. Busca conexiones, coincidencias,
intuiciones fugaces que hagan del escritor un ser clarividente, el único ser
que narra una historia condenada a desaparecer. La suma de casualidades sigue
un orden extraño. El autor no construye, reconstruye, a partir de los datos que
consigue recuperar. Cuantos más detalles, mejor. De ahí las listas de
emplazamientos y nombres, las constantes enumeraciones, algo que le acerca a
otro de esos escritores imprescindibles, Georges Perec. Todo cuenta porque todo
es importante en esa lucha contra el olvido: cartas perdidas, breves
encuentros, maletas de las que ignoramos su contenido, citas fallidas, nombres
y números en agendas que creíamos extraviadas y que aparecen un domingo de
agosto. Detalles que se acumulan y que marcan el destino de una vida. Por eso
escribe Modiano, para que nada se pierda, para que esas existencias no se
evaporen sin dar explicación alguna, para que no se diluyan o volatilicen. Para
retener, en fin, aquellos perfiles que se escapan y poder fijarlos, como si de
una fotografía se tratase. Aquí residen dos de sus grandes temas: memoria e
identidad. Lo interesante es la forma en que los aborda. Modiano imagina
falsedades que tal vez sean ciertas. La literatura recupera así su sentido
original, el de contar una mentira que trata de explicar una verdad. Sabemos
que sus personajes mienten, pero eso no nos conduce forzosamente a desconfiar
de ellos. Lo que hace es empujarnos a formular más preguntas y seguir así
nuevas pesquisas. La mentira aquí es un incentivo. Igual que el silencio.
Aunque
los lazos se tensen y estén a punto de romperse, siempre aparece un rastro al
que seguirle la pista. Recuerdos que hibernan y, de pronto, resurgen. Entonces
la debilidad se hace fuerte y el pasado regresa como un reflejo furtivo, aunque
no lo observemos más que a través de un destello, como una proyección en sombra
o un eco que repite una ansiedad sorda, agazapada. La memoria subyace entre las
líneas de un presente que no se podría entender si no es estableciendo lazos
con un suceso remoto, perdido en la noche de los tiempos. Modiano identifica
esos vestigios y los emplea para entender mejor su realidad inmediata.
Encuentra en el pasado la clave que le sirve para explicar su presente. Una
época lejana que se contrapone a la actual, hecha de retazos, jirones y
fragmentos, de inviernos que se confunden unos con otros. Persigue sombras,
seres fantasmales, turbios, llenos de secretos y experiencias inconfesables,
como las innumerables mujeres jóvenes que aparecen en sus novelas, de las que
nunca llegamos a saberlo todo: Jacqueline, Margaret Le Coz, Pequeña Joya,
Louki, Gisèle, Dora Bruder, Sylvia, entre otras. Todas ellas intentan escapar,
pero no pueden. Algo les ata al lugar y a su presente. Una frontera invisible,
más poderosa que los límites tangibles, materiales. En cierta forma, son
novelas de misterio, porque se ocupan de sucesos que no son, en apariencia,
misteriosos. Le empuja a escribir el enigma que toda persona lleva consigo. Todo
lo que en nuestra disparidad nos hace únicos.
Si algo
hemos aprendido de Modiano, es que los encuentros fortuitos nacen para dar pie
a un reencuentro futuro, en otro tiempo y quizás también en otro lugar. Hemos
aprendido que no hay conjuntos, sólo fragmentos, episodios sin aparente
ilación. Nuestra tarea es identificar esos eslabones dispersos y tratar de
proporcionarles una extraña unidad, encajándolos de la mejor forma posible. Y
dar así con un presente eterno, cargado de incertidumbres y de secretos. Una
realidad disparada que logra expandirse hacia uno y otro lado, a partir de
gestos minúsculos, insignificantes, capaces de resumir toda una vida. Hemos
recorrido una ciudad, París, llena de encrucijadas, inagotable, infinita, a
medio camino entre la realidad y el sueño. Hemos aprendido que un nombre
siempre conduce a un nombre nuevo, y que tal vez por ese motivo es conveniente
fijarlo todo en nuestra memoria, tomar notas y retener cualquier detalle,
porque quizás alguna de esas anotaciones nos arrojen algo de luz, tiempo
después. Hemos aprendido, en fin, que la literatura sirve para rescatarnos,
porque no hay espera que no albergue una búsqueda, ni una búsqueda que no
conserve la posibilidad de un encuentro.
Ojalá se
reediten pronto todas sus novelas descatalogadas, incluidos los textos críticos
que se han encargado de su obra. Y que todos los modianescos, de primera,
segunda o tercera hora, podamos
habitarlo de principio a fin.
Leer a
Modiano nos hace felices.
[artículo publicado en el número 373 de Quimera. Revista de Literatura]
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