11.12.14

Los modianescos




Sospecho que los lectores de Modiano, los de primera y segunda hora, afrontan con un sentimiento doble la concesión del Nobel a un autor al que tanto conocen. Por un lado, se felicitan, porque ven en el galardón un acto de justicia poética. Por otro, temen que el premio le convierta en una moda y le aparte de eso que tan bien hace: escribir excelentes novelas. No sería el primer Nobel que, lejos de auparle, una distinción como esa le condenara casi al ostracismo. Ahí tenemos, sin ir más lejos, el caso de Vicente Aleixandre. 
Al aplauso más o menos generalizado, se suman otras voces críticas que juzgan a Modiano como el autor de una sola obra, con reiteraciones y fórmulas que emplea en cada nueva novela. Quizás no les falte razón. Con matices, eso sí. Como dice José Carlos Llop, sus fieles esperamos ese mismo libro que nunca lo es. Porque Modiano no publica novelas si no es para construir con todas ellas un universo. Puede que sus argumentos sean iguales, pero las experiencias y vicisitudes de sus personajes cambian, aunque encontremos tantos puntos en común que, al final, tengamos la sensación de estar leyendo una sola narración dividida en muchos capítulos.
Varios elementos hacen reconocible ese universo, un tipo de escenarios y de tramas que configuran lo modianesco. Su atmósfera nos recuerda a los cuadros de Magritte, en los que se mezclan objetos nítidos en un ambiente irreal, onírico. Imágenes que oscilan entre el desenfoque y el hiperrealismo, como ha señalado José Ángel Cilleruelo. O entre el realismo y la realidad poética, en palabras de Morand. Una realidad difusa, borrosa, llena de zonas neutras y agujeros negros en los que siempre se está en tránsito, suspendidos en el aire, sin sujeción apenas. Un lugar que ejerce sobre nosotros un extraño imán, capaz de conducirnos por calles en cuesta o aceras al sol, bulevares o márgenes de un río. Y detrás de todos ellos el territorio al que parecíamos destinados desde el inicio. Ese lugar que aún conserva ciertas huellas de las personas que lo han habitado. Porque todo espacio encierra en sí mismo un espacio anterior, como un palimpsesto. El universo de Modiano no es sólo el de una cartografía de emplazamientos que ya no existen. Pueden haber desaparecido, pero siguen allí, en alguna parte, soterrados. Como indica José Carlos Llop, es el territorio de lo imaginario mezclado con la sombra de lo real. O con la sombra del sueño. Los detalles topográficos, nos explica el propio autor, siempre causan un curioso efecto: en lugar de convertir la imagen del pasado en algo cercano y claro, nos producen una sensación desgarradora de vínculos rotos, de vacío.     
Ese es el territorio por el que deambulan unos personajes que persiguen y son, a la vez, perseguidos, en un ambiente fronterizo a punto de derrumbarse. Seres que se desvanecen en su propia sombra, con un porvenir incierto y escurridizo. Vagas siluetas sin nombre ni apellidos, sin raíces, impenetrables, amenazados, espectrales, asediados por una culpa de la que ignoran, en ocasiones, su origen. Corren peligro, si bien intuyen que el verdadero peligro sería no correr peligro alguno. A pesar de su corta edad, ya han vivido demasiado. Personajes que se mueven entre bandas y compañías dudosas, ajustando cuentas con su familia, vigilados por la policía o rodeados por extraños guardianes de lugares en desuso. Sus enemigos son invisibles, igual que su itinerario, repleto de idas y vueltas constantes. Parecen arrojados al mundo, desamparados, solos, y están obligados a huir de un sitio a otro, intentando ser dueños de su destino, con apellidos falsos o apodos, con una identidad inventada o cambiando de señas para renacer de nuevo, en busca de un presente perpetuo o de un punto fijo. Porque todo lo que les rodea es inestable, está en movimiento: los hoteles, las habitaciones de paso, los coches, las estaciones de tren, los refugios, los cafés. Toda una antesala dispuesta para empujarlos a partir, a abandonar el lugar y a perderse sin dejar rastro. Con el paso del tiempo no serán más que fantasmas, obstinados en volver.  Permanecerán ocultos en algún registro. Se dudará incluso de su existencia, porque parecen cubiertos por una pátina de irrealidad. Necesitas tocarlos para asegurarte de que son seres de verdad. Si no se borran del todo es porque alguien decide hablar de ellos, rescatarlos, y arrojar así algo de luz a un pasado confuso.
Modiano escribe para lanzar llamadas, como señales de faro, y aunque no confíe en que puedan iluminar la noche, mantiene la esperanza de reencontrarse con todo aquello que se ha perdido. Basta con un poco de paciencia. Lleva tiempo conseguir que emerja lo que ha sido borrado. Basta también con permanecer alerta, al acecho de unos pocos detalles que le permitan establecer vínculos entre dos tiempos, el punto clave en el que una existencia queda atrapada y compromete su porvenir para siempre. Busca conexiones, coincidencias, intuiciones fugaces que hagan del escritor un ser clarividente, el único ser que narra una historia condenada a desaparecer. La suma de casualidades sigue un orden extraño. El autor no construye, reconstruye, a partir de los datos que consigue recuperar. Cuantos más detalles, mejor. De ahí las listas de emplazamientos y nombres, las constantes enumeraciones, algo que le acerca a otro de esos escritores imprescindibles, Georges Perec. Todo cuenta porque todo es importante en esa lucha contra el olvido: cartas perdidas, breves encuentros, maletas de las que ignoramos su contenido, citas fallidas, nombres y números en agendas que creíamos extraviadas y que aparecen un domingo de agosto. Detalles que se acumulan y que marcan el destino de una vida. Por eso escribe Modiano, para que nada se pierda, para que esas existencias no se evaporen sin dar explicación alguna, para que no se diluyan o volatilicen. Para retener, en fin, aquellos perfiles que se escapan y poder fijarlos, como si de una fotografía se tratase. Aquí residen dos de sus grandes temas: memoria e identidad. Lo interesante es la forma en que los aborda. Modiano imagina falsedades que tal vez sean ciertas. La literatura recupera así su sentido original, el de contar una mentira que trata de explicar una verdad. Sabemos que sus personajes mienten, pero eso no nos conduce forzosamente a desconfiar de ellos. Lo que hace es empujarnos a formular más preguntas y seguir así nuevas pesquisas. La mentira aquí es un incentivo. Igual que el silencio.    
Aunque los lazos se tensen y estén a punto de romperse, siempre aparece un rastro al que seguirle la pista. Recuerdos que hibernan y, de pronto, resurgen. Entonces la debilidad se hace fuerte y el pasado regresa como un reflejo furtivo, aunque no lo observemos más que a través de un destello, como una proyección en sombra o un eco que repite una ansiedad sorda, agazapada. La memoria subyace entre las líneas de un presente que no se podría entender si no es estableciendo lazos con un suceso remoto, perdido en la noche de los tiempos. Modiano identifica esos vestigios y los emplea para entender mejor su realidad inmediata. Encuentra en el pasado la clave que le sirve para explicar su presente. Una época lejana que se contrapone a la actual, hecha de retazos, jirones y fragmentos, de inviernos que se confunden unos con otros. Persigue sombras, seres fantasmales, turbios, llenos de secretos y experiencias inconfesables, como las innumerables mujeres jóvenes que aparecen en sus novelas, de las que nunca llegamos a saberlo todo: Jacqueline, Margaret Le Coz, Pequeña Joya, Louki, Gisèle, Dora Bruder, Sylvia, entre otras. Todas ellas intentan escapar, pero no pueden. Algo les ata al lugar y a su presente. Una frontera invisible, más poderosa que los límites tangibles, materiales. En cierta forma, son novelas de misterio, porque se ocupan de sucesos que no son, en apariencia, misteriosos. Le empuja a escribir el enigma que toda persona lleva consigo. Todo lo que en nuestra disparidad nos hace únicos.
Si algo hemos aprendido de Modiano, es que los encuentros fortuitos nacen para dar pie a un reencuentro futuro, en otro tiempo y quizás también en otro lugar. Hemos aprendido que no hay conjuntos, sólo fragmentos, episodios sin aparente ilación. Nuestra tarea es identificar esos eslabones dispersos y tratar de proporcionarles una extraña unidad, encajándolos de la mejor forma posible. Y dar así con un presente eterno, cargado de incertidumbres y de secretos. Una realidad disparada que logra expandirse hacia uno y otro lado, a partir de gestos minúsculos, insignificantes, capaces de resumir toda una vida. Hemos recorrido una ciudad, París, llena de encrucijadas, inagotable, infinita, a medio camino entre la realidad y el sueño. Hemos aprendido que un nombre siempre conduce a un nombre nuevo, y que tal vez por ese motivo es conveniente fijarlo todo en nuestra memoria, tomar notas y retener cualquier detalle, porque quizás alguna de esas anotaciones nos arrojen algo de luz, tiempo después. Hemos aprendido, en fin, que la literatura sirve para rescatarnos, porque no hay espera que no albergue una búsqueda, ni una búsqueda que no conserve la posibilidad de un encuentro.
Ojalá se reediten pronto todas sus novelas descatalogadas, incluidos los textos críticos que se han encargado de su obra. Y que todos los modianescos, de primera, segunda o tercera  hora, podamos habitarlo de principio a fin.
Leer a Modiano nos hace felices.   

[artículo publicado en el número 373 de Quimera. Revista de Literatura]

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