Gilda en Versión Original
Hace unos días me llegó a casa lo nuevo de Versión Original, que ha alcanzado el número 200. Se dice pronto. Toda mi admiración para esta revista, que lleva unos años paseando el cine por librerías y bibliotecas. Para la ocasión, han contado con varias colaboraciones de escritores extremeños. Cada uno debía elegir la película de su vida, o lo que quedara más cerca. Entre otros: Álvaro Valverde escoge Te querré siempre; José Antonio Zambrano, Calabuch; La noche, José Antonio Llera; Campanadas a medianoche, Santos Domínguez; Hermano sol, hermana luna, Basilio Sánchez; El dulce porvenir, Paco Rebollo. El resultado, una revista-libro impresionante. En mi caso, elegí la que más se parece a la película de mi vida, Gilda. Bajo estas líneas, el texto que escribí. Antes, mi enhorabuena a los editores. ¡Por 200 números más!
El pasado siempre regresa
Comparto con Francisco Umbral una predilección especial por Gilda (Gilda, Charles Vidor; Estados Unidos, 1946). No es el único que mantuvo esa fidelidad (recordemos las sucesivas versiones, incluidas algunas de producción española, que continuaron con el mito de Gilda). Desde el cine, y también desde la literatura, se ha homenajeado de una manera o de otra a un film que no envejece, que conserva casi la misma expectación que generó en su estreno. Creo que los adeptos a la película de Vidor adoran por igual a Gilda y a Gilda, es decir, a la película y al personaje. Pocas veces un título ha acertado de tal forma, porque el papel que interpreta Rita Hayworth es capaz de conservar una intensidad similar dentro y fuera de la pantalla. Recuerdo una frase, paradigmática, de la misma Hayworth: “Los hombres se enamoran de Gilda, pero se levantan conmigo”. No podría explicarse mejor.
Son muchos los aciertos de la película. Para empezar, la caracterización de los personajes. Hemos citado a Gilda, pero no debemos olvidarnos de Johnny Farrell, interpretado magistralmente por Glenn Ford. De hecho, hasta la mitad del largometraje, Farrell es el verdadero protagonista de la historia. Es él quien pone la voz en off, quien narra los acontecimientos y, aunque al final es Gilda la que cobra el auténtico protagonismo, buena parte de la trama gira en torno a su personaje. Se trata de un jugador de poca monta que, como el trío que conforma con Hayworth y George Macready (Ballin Mundson, el propietario del club y tercer vértice del triángulo), es alguien que no tiene pasado, sólo futuro. O, matizando, necesita olvidarse de su pasado para volver a empezar. Sin embargo, si bien se muestra “fiel y obediente por un buen sueldo”, lo cierto es que su personaje goza de una complejidad mucho más rica de lo que parece. Todos son, en realidad, personajes complejos, porque todos, de una forma o de otra, ocultan algo. Ahí, me temo, reside uno de los encantos principales de esta historia.
Narrativamente hablando, Gilda es una película con una trama bien contada. Entre otras razones, por la elección del lenguaje. Esa pareja que forman Farrell y Gilda dominan los tres tiempos: su presente se narra desde el futuro, pero es su pasado el que precipita todo lo que les ocurre. Aunque hayan (re)nacido una noche, su memoria les sirve, a su pesar, de punto de partida. Un pasado, dicho sea de paso, que percibe el espectador desde múltiples insinuaciones lingüísticas. No hay flashbacks, ni siquiera rememoran ningún recuerdo común. Todo nos llega, repetimos, a través de juegos de palabras, de frases que esconden un significado mucho más amplio. El espectador de Gilda sabe que para entender la trama tiene que leer entre líneas (así, por ejemplo, cuando Gilda, en el inicio de la película, repite el nombre de Johnny y añade: “Es un nombre tan difícil de recordar y tan fácil de olvidar”). Volviendo a Farrell, su complejidad reside en que se trata de un personaje moral, cuyo drama particular consiste en sopesar la fidelidad a su jefe y la fidelidad emocional a una mujer. Sobre esa dicotomía se basa buena parte de la acción. Gilda, mientras tanto, es un personaje más instintivo, se deja llevar con más facilidad. Una mujer que interactúa con el entorno. Teme las consecuencias de sus actos, pero no se para a dimensionar lo que puede acarrear sus decisiones. En realidad, es Gilda quien genera la tragedia (no olvidemos que ella, indirectamente, rompe la promesa entre Farrell y Mundson: ambos convinieron desde un principio que no había que mezclar el juego y las mujeres). Las emociones, como dice un personaje, nublan el cerebro. Desde el momento en que Gilda entra en escena la película es un reguero de insinuaciones y frases con dobles sentidos que hacen estallar todo en pedazos. Un momento ejemplar, en ese sentido, es la fiesta de carnaval. Se contrapone un ambiente festivo con la inminencia del drama. No lo sabemos, pero sospechamos, por una extraña razón, que así será. Es imposible conformarse con las palabras de Mundson: contra lo que propone, nunca podremos echar fuera las emociones simplemente con cerrar una ventana y no oír el jolgorio de la calle. Indudablemente, lo que no se cuenta en Gilda es casi tan importante como lo que se dice. Por esa razón resultan inolvidables los certeros comentarios que se suceden, sobre el amor, sobre el odio, sobre la suerte.
El tercer vértice de la historia es Ballin Mundson, el ambicioso dueño del club que es testigo directo de una historia de amor y odio que nunca estará a su alcance. En realidad, es el prototipo de personaje que triunfa en los negocios, un falso vencedor, sin escrúpulos, que trata a lo que le rodea como una prolongación de sus propias posesiones. Muy cerca de estos personajes, debemos recordar al tío Pío (interpretado por Steven Geray), el viejo que sirve en los lavabos y que sorprende por su aguda intuición. Sus cortas intervenciones son también memorables.
Existen otros aciertos técnicos que convendría recordar. Por ejemplo, la combinación de planos. Desde el primer plano, cuando vemos por primera vez a Gilda en pantalla con su ya carismático movimiento de pelo, hasta los primerísimos planos, al observar desde cerca las manos que sujetan las cartas en el tablero de juego. Todo ello hace que el espectador forme parte de la historia. El trabajo de Vidor es, en ese sentido, formidable. La técnica que adopta para que el espectador observe a esos personajes trasciende la imagen, va más allá del simple encuadre. Permite que nos asomemos dentro y fuera y que seamos capaces de juzgarlos. Lo mismo ocurre con la fotografía (a cargo de Rudolph Maté), con su juego de claroscuros, o la música empleada, que tiene la habilidad de convertirse en parte crucial de la película.
Personajes, dirección, fotografía, música o guión…, todo ello reunido genera, sin duda, una película espléndida. Una de esas piezas cinematográficas imprescindibles. Inolvidable. Quien se acerque a ella seguirá asombrándose, una vez más, con la historia que nos presenta, aunque la haya visionado en múltiples ocasiones. Por esa razón y por tantas otras, nunca dejaré de acercarme a Gilda. No tengo ninguna duda de que el buen cine, como el pasado, siempre regresa.
2 comentarios:
Siempre recuerdo este verso de Ángel González: "y uno nunca sabe que pasado le espera". Es verdad que el buen pasado, como el buen cine, siempre regresa, siempre diferente, siempre jugando con las fronteras, dándoles su dimensión. Siempre confundiéndose con el futuro. Estas pocas palabras sólo son, me parece, algunas de las muchas formas personales e íntimas en que puedo decir tu nombre, Álex.
Uno nunca sabe dónde regresa. Y, claro, luego está lo que no tiene frontera y sí mucha dimensión. Así es, a pesar del tiempo se sabe qué hay que pronunciar para mantener un punto de referencia. Ahora es cuando yo pronuncio el tuyo.
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