Escribir, a pesar de todo
I
Existen
lugares en los que resulta más sencillo erigir un universo literario.
Territorios que parecen fundados para que alguien los escriba y en los que el
autor no es más que un testigo, un simple taquígrafo que va apuntando todo lo
que ve, todo lo que oye o se encuentra a su paso. Edificios, grandes avenidas,
museos, monumentos esparcidos por uno y otro lado, como un laberinto de
estímulos que se extiende sin fin. Ese tipo de ciudades que se ofrecen al
escritor y no es difícil, o no del todo, traducirlas en unas cuantas páginas.
Londres, París, Roma, Praga, Florencia o Venecia, por citar unos cuantos
ejemplos. Sin embargo, existen otra clase de lugares cuya belleza nos llega por
otras vías, espacios que exigen al visitante una concentración mayor, más intensa,
porque lo que nos proporcionan no está a la vista. Son paisajes llenos de citas
ocultas, de manuscritos a veces invisibles, como si tuviéramos que descender
varios peldaños para poder darles alcance. Es ahí donde sitúo Buenos Aires.
También a los escritores que la han convertido en su universo literario. Algo
que, tal vez, tiene un mérito enorme, porque escribir sobre la ciudad, como nos
recordó Álvaro Abós, no es descubrir lo literario de una ciudad, sino inventar
literatura donde no hay nada.
Visto con
perspectiva, no creo que haya emprendido nunca un viaje tan ligado a la
literatura como el que hice a Buenos Aires, hace ahora unos siete años. Lo sé
por dos motivos. El primero de ellos tiene que ver con el acopio de libros que
me traje de vuelta a España. Quizás me dejé llevar por una especie de ímpetu
incontrolado que me arrastraba a comprar libros que jamás encontraría en
Barcelona. Eso quería pensar, al menos. Tan sólo me ha ocurrido una vez más, en
La Habana. El segundo motivo me resulta igual de revelador. Mientras reviso las
notas que tomé en los cuadernos de viaje me doy cuenta de que no hay página en
la que no cite a algún escritor. Puede que exagere y esas citas estén un poco
más esparcidas de lo que creo. En todo caso, por allí aparecen un buen número
de autores, mientras seguía la pista de una casa museo o intentaba recrear el
escenario que había leído en alguna novela.
Al
revisar ahora esas anotaciones sobre Buenos Aires descubro algo más. Descubro
que escribir sobre una ciudad es una tarea terriblemente compleja, un oficio
que exige un esfuerzo hercúleo, porque el lugar siempre irá un paso por delante
y siempre se reservará alguna cita clave. Sin embargo, hay algo que resulta aún
más difícil: escribir sobre ciudades tan cosidas a la literatura no es solo una
tarea complicada, sino una tarea imposible. Hablo de esas sicogeografías que
están tan impregnadas de ficción que resultan inaccesibles, porque todo en
ellas está compuesto, a partes iguales, de invención y realidad. Un territorio
mítico que existe y no existe al mismo tiempo. Quizás por eso haya tardado
tanto tiempo en hablar de Buenos Aires. Tenía la impresión, sigo teniéndola, de
que nada de lo que yo pudiera decir sobre ella lograría ajustarse a los límites
tan estrictos de unas cuantas páginas.
Por dónde
comenzar, entonces, si se acumulan los nombres y las calles y apenas sé
distinguir en qué lugar del tiempo y del espacio sucedió mi viaje. Tenía razón
Abós: un mapa de la literatura sólo puede ser un mapa de la utopía. Una
cartografía de la ficción. Sé por qué lugares comencé y por cuáles seguí
buscando. Sé que me acerqué hasta la esquina de Rivadavia y 25 de mayo, porque
allí se encontraba el Hotel Argentino, el alojamiento que eligió José Hernández
para vivir de manera semiclandestina, mientras estaba recluido en una de sus
habitaciones y escribía El gaucho Martín
Fierro. Hoy ya no existe el hotel. En el edificio actual encontramos una
placa, un trozo de metal demasiado pequeño para albergar a quien, según
Lugones, había compuesto el poema nacional de los argentinos.
Desde ese
lugar ya ausente, se despliega una de las vías principales de la ciudad, la
Avenida de Mayo. La recorrí varias veces, pero tengo recuerdos vagos de ella.
Sólo retazos que trato de recomponer mentalmente. Como siempre, recurro a esa
geografía leída, más que visitada, y me viene a la cabeza algo que escribió
Santiago Avendaño en 1897. Para él, la avenida era un rumor de colmena, un
revoltijo infernal, un negro hormigueo de cabezas.
En medio
de toda esa colmena, de ese revoltijo y hormigueo, me encontré con un edificio
que también parece construido para que alguien escriba sobre él. Hablo del
Hotel Majestic. Un lugar en cierta forma siniestro, en el interior de esa gran
galería literaria que es la Avenida de Mayo. Su estado actual, el que yo conocí
al menos, dista mucho a lo que debió ser años atrás, sobre todo en la década de
los veinte. El Majestic fue uno de los hoteles más legendarios de la ciudad.
Por allí pasaron Saint-Exupéry o Le Corbusier, por citar un par de nombres. Hoy
ese hotel, con sus andamios en la torre y su decadencia casi espectral, es el
reflejo de un tiempo clausurado, aunque su fisonomía haya dado pie a otras
historias distintas, a medio camino entre la evocación del pasado y la imagen
actual que proyecta. Estoy pensando en La
ciudad ausente, la magnífica novela de Ricardo Piglia. En él leo una frase
que define lo que contemplo frente al Majestic: «Junior llamó en el dos
veintitrés y el timbre pareció sonar en otro lugar, fuera de la ciudad y del
hotel». Es justo eso: pulsar una tecla y, acto seguido, desaparecer del lugar
donde nos encontramos. Porque el Hotel Majestic de Piglia no existe en
realidad. Como nos explica Abós, en La
ciudad ausente se formula la inquietante hipótesis de que la ciudad no es
sino un sueño engendrado por la Máquina de Narrar. El Majestic tan solo sería
un mero decorado fantasmal. No únicamente el Majestic, añado ahora. Toda la
ciudad parece un inmenso escenario en el que se reúnen autor y personaje, sin
que ninguno de los dos sepa quién escribe a quién realmente. Es lo mismo que
sucede, si lo pensamos bien, con la relación que se establece entre el escritor
y la ciudad, porque nunca llegamos a saber del todo quién dirige la narración.
O dicho de otra forma: lo que no sabemos es quién de los dos escribe, si el
autor a la ciudad o justo al revés. Ambos son presencias que, al detenerse,
avanzan. Así construyen su propia epopeya: haciendo de su estatismo una forma
de tránsito hacia alguna parte. Como les sucede a esas figuras que me encuentro
un poco más arriba, en el mítico café Tortoni. Allí siguen, aunque sea como
parte de un decorado, algunos de sus clientes más ilustres: Borges, Gardel,
Alfonsina Storni. Lo único que recuerdo de mi paso por el Tortoni es esto: que
nadie me atendió en ningún momento y una charla espontánea con un tipo con
sombrero que se definió como un artista que interpretaba canciones del
recuerdo. Esas fueron las palabras que empleó.
Si la
verdadera dimensión de una ciudad se mide en espacios muy pequeños, en Buenos
Aires esa mínima fracción se proyectaba como una sombra de largo alcance. Sin
salir de una sola calle, ya me había aproximado a buena parte de la literatura
contemporánea. Y aún me esperaba otro lugar más si continuaba por la Avenida de
Mayo, poco después de que la calle desembocara en Rivadavia. Hablo del edificio
en el que vivió Ramón Gómez de la Serna. Miro de nuevo la fotografía que tomé y
leo lo que está inscrito en la placa, al lado del portal 1974. En primer lugar,
las fechas en las que residió De la Serna en ese lugar: 1936-1963. Un poco más
abajo, la cita que sigue: «Cuando muera quisiera que me llorasen todas las
cariátides de Buenos Aires».
Ese
alojamiento bonaerense debió ser bastante similar a otros domicilios
anteriores. Gómez de la Serna había traído hasta allí algunos de sus objetos
heteróclitos: recortes de revistas, ilustraciones, lápidas funerarias, miles de
fotos, pisapapeles, estatuas, muñecas de cera. En algún sitio leí, no recuerdo
dónde exactamente, que en una de sus habitaciones había dispuesto ocho mesas
distintas para trabajar en ocho libros a la vez. Pensando en un autor como él,
ese espacio multiplicado es una posibilidad que no cuestiono.
La
historia que une a Gómez de la Serna con Buenos Aires no es muy distinta a la
de Witold Gombrowicz. Los dos vinieron para una visita fugaz y se acabaron
quedando un cuarto de siglo. Gómez de la Serna llegó a Argentina en 1931. Aquel
“semidiós de las vanguardias”, como le definió Valery Larbaud en el The New York Herald Tribune, desembarcó
en un país que ya le había ensalzado años atrás, en la desaparecida revista Martín Fierro. Invitado por Victoria
Ocampo, De la Serna formó parte de ese grupo de conferenciantes extranjeros que
habían visitado la ciudad. Entre ellos, Ortega y Gasset, Tagore, Einstein o
Toscanini. Volvió a España tiempo después, junto a Luisa Sofovich, una mujer de
apenas diecinueve años que había conocido durante su estancia argentina. Poco
después de estallar la Guerra Civil española, De la Serna y Sofovich regresaron
a Buenos Aires. En esa misma casa que tenía ahora justo enfrente, estableció
durante casi treinta años su nuevo lugar de escritura. Allí le frecuentaron
algunos de sus amigos: Macedonio Fernández, Oliverio Girondo, Norah Lange,
Losada, López Llausàs, entre otros. Por lo que sé, aquella primera época fue
más o menos plácida, productiva, llena de encuentros continuos en algunos
lugares de la ciudad: Florida, librerías de la calle Corrientes, El Guindado de
Palermo, el restaurante Tropezón. Sin embargo, todo ese primer momento se fue
apagando. Ramón Gómez de la Serna comenzó a ser un escritor cada vez más
olvidado. Según tengo entendido, la relación que mantuvo con los exiliados
españoles establecidos en Argentina fue conflictiva, entre otros motivos porque
no le perdonaron su viaje a España en 1949 y su reunión con Franco. Su último
período en la ciudad poco tenía que ver con la urbe que aparecía en su libro Explicación de Buenos Aires, publicado
en 1948. La ciudad dejó de ser una fuente de energía y se convirtió en un
reflejo de sí mismo, en alguien enfermo y decadente, alguien que vive, como nos
dice en Cartas a mí mismo, en un
mundo ofuscado y lleno de miedo.
Miro la
placa que recuerda el paso de Ramón Gómez de la Serna por la ciudad y descubro,
por segunda vez, que no he salido de una sola calle. Frente a mí, se extienden
de nuevo más nombres, porque Gómez de la Serna me conduce a Rafael Alberti, a
María Teresa León o a Borges, y desde ahí también llego a los juguetes rabiosos
de Roberto Arlt o a los autobuses de Cortázar. A la vida breve y a La vida breve. A César Aira y al barrio
de Flores. Al Obelisco o al teatro Colón. A Xul Solar, a las fotografías de
Horacio Coppola. Entonces, vuelvo a darme cuenta de que unas pocas páginas no
son suficientes y que todo eso, tal vez, ya pertenezca a otra historia.
II
Para
entender una ciudad deberíamos contenerla en las líneas de las manos. Así,
parafraseando algo que escribió Italo Calvino, es como juzgo el tema de las
ciudades, porque comprender un lugar implica inscribirlo en nuestro propio
cuerpo, como una marca que tenemos tan aferrada a nuestra fisonomía que ni
siquiera nos damos cuenta de que cargamos con ella. Por eso, las ciudades que
verdaderamente significan algo para nosotros se adhieren a nuestra piel y nos
dejan una señal muy profunda, lo suficientemente intensa como para que no nos
abandone. Allí seguirá, tiempo después, aunque jamás regresemos al lugar que
nos provocó esa especie de fisura.
Buenos
Aires tuvo para mí ese significado. No sólo la Avenida de Mayo, de la que ya
hablé antes, sino otros muchos lugares que sigo sintiendo muy próximos.
Espacios que se confunden en la memoria y me llegan así, como una mezcla difusa
que no distingue entre lo que sospecho que sucedió y lo que en realidad viví,
quizás porque parte de esos recuerdos pertenece a las páginas de algunos
libros. Los de Roberto Arlt, por ejemplo. Por eso fui al 2138 de la calle
Méndez de Andés, aunque no pude encontrar por ninguna parte alguna indicación
que diera cuenta de que justo allí, en ese lugar, había pasado su infancia. Se
trata de una casa pobre, modesta, ubicada en el barrio de Flores Norte. No muy
lejos de aquel edificio, encontré una pequeña librería. En el escaparate,
algunos libros de Arlt que ya había leído: El
juguete rabioso o Los lanzallamas.
Al lado, una recopilación de sus artículos periodísticos. Aún conservo ese
ejemplar, en el que aparece, entre otros muchos textos, una espléndida
evocación del barrio, “Molinos de viento en Flores”. Por eso, y por enésima
vez, cuando pienso en mi visita a Buenos Aires no sé distinguir de dónde me
vienen las imágenes que recupero ahora. Sé que estuve delante de la casa de
Arlt, sé que entré en una librería y compré algunos libros, pero no sabría
decir exactamente si mi memoria del lugar pertenece a una vivencia propia o a
una ficción que cayó en mis manos. Algo no muy distinto a lo que me ocurrió con
otro autor que, si no me equivoco, sigue viviendo en ese barrio, César Aira.
Las escenas de El volante, La guerra de los gimnasios o Las noches de Flores se entremezclan con
el recuerdo de su lectura en algún café de la plaza Pueyrredón, la misma en la
que algunos de sus personajes se disuelven en el aire cuando llega la
primavera.
En cierta
forma, esas imágenes que aún conservo también se disuelven en el aire, o se
enredan en los árboles de algunas plazas. Guardo algunas fotografías que,
vistas ahora, me parecen algo así como una metáfora. Son ramas que se cruzan en
lo alto y tejen una enorme red que distorsiona lo que queda justo arriba, una
breve porción de cielo a la que se antepone una película grisácea, como si todo
lo que previamente se ha disuelto se hubiera anudado en otro lugar, fuera ya de
nuestro alcance. Como esas imágenes de Xul Solar que vi en su casa de la calle
Laprida, la vivienda que también fue su taller y hoy alberga una amplia
colección de su obra. Recuerdo una anécdota que me contaron allí mismo. Una
tarde, Borges le preguntó qué había hecho durante aquel día de bochorno. Xul le
respondió que nada en absoluto, excepto fundar doce religiones, después de
almorzar. El mismo Borges lo compara, creo que con acierto, con William Blake.
En ambos existe el mismo ímpetu multidisciplinar. Pintor, místico, poeta,
visionario, padre de idiomas y utopías. El hacedor de un universo mitológico
que, al descubrirlo, se nos inscribe en nuestra memoria y nos deja allí por
mucho tiempo, con la habilidad de ese tipo de creadores que han sido capaces de
construir una obra que escapa a sus propios límites temporales.
Mi visión
de Buenos Aires está filtrada por Xul Solar. Igual que está filtrada por otro
artista argentino, Horacio Coppola. Aunque en algunas de sus imágenes veamos el
Obelisco al fondo o alguna señal que nos indica que estamos en Corrientes, su
imaginario urbano no pertenece a una sola ciudad, sino a cualquier ciudad o a
cualquier relato, como si en él pudiera encontrarme a uno de los siete locos de
Roberto Arlt o alguna otra ficción que sucediera a mucha distancia de Buenos
Aires. Tanto da que esa historia trascurra en la primera mitad del siglo XX o en
algún otro momento. Lo importante es la energía que genera un lugar, lo que
provoca para conseguir dispararse hacia muchos puntos distintos. Esa habilidad,
ya lo dijimos, forma parte de su adn. Buenos Aires aglutina a otras muchas
ciudades y trasforma esa disparidad en algo que la hace única, reconocible,
excepcional. Una suma de lugares, como el aluvión de imágenes que reaparecen
ahora: los autobuses que tomé al vuelo, porque apenas se detenían en la parada;
la tumba de Alfonsina Storni, enterrada con piedra azul y verde en el Recinto
de las Personalidades; el solar que encuentro una mañana, bajo el tremendo frío
de agosto, tras una larga caminata en busca de María Teresa León y Rafael
Alberti; las escaleras de mármol del Teatro Colón y el recuerdo de un libro de
Manuel Mujica Láinez; la combinación de literatura, música y boxeo mientras
rodeaba una tarde el Luna Park; los paseos por el barrio de Belgrano, en donde
me propuse situar una novela que nunca escribiré; la plaza San Martín, porque
había leído El túnel y, en lugar de a
Sábato, me acabé encontrando a un poeta que no conocía, Alberto Girri, que
debió ser un fabuloso paseante; un concierto en la librería Clásica y Moderna o
una representación de Los ríos profundos,
de Arguedas, en el teatro Cervantes; el tránsito de la calle Defensa hasta San
Telmo, el barrio que más veces visité durante aquellos días; la plaza Dorrego,
el café que lleva el mismo nombre y el verso que leí de Porchia en una de las
mesas; la calle Alsina y la librería de Ávila, la más antigua de la ciudad, en
la que había dos escaparates distintos, uno para libros antiguos y otro para
modernos; el barrio (o el distrito o el pueblo) de Matadero, que me recibió con
una fiesta de gauchos que parecían sacados del Martín Fierro; la ciudad cambiante y la ciudad variable, porque no
era lo mismo estar en Puerto Madero que delante de los barcos grises y las
construcciones abandonadas que se esparcían por el barrio de La Boca; el poema
“Arrabal” de Borges, a la entrada de la librería La Ciudad; su casa en la calle
Serrano, 2135; la estación de Flores, a la intemperie, como si allí se
conectaran trenes que no van a parte alguna; la ciudad que perseguimos y ya no
está, porque Buenos Aires practica con fervor la religión de la piqueta y el
abandono, como escribió en algún sitio Álvaro Abós; la vida breve en
Independencia, 854, y la imagen tan clara que conservo de la casa de Juan
Carlos Onetti; la satisfacción al caminar a oscuras por Buenos Aires, porque
hemos interiorizado ese espacio de tal forma que podemos guiarnos por él con
los ojos cerrados; la intuición de que ese mismo lugar es igual a otros muchos
lugares y, sin embargo, hay algo que lo distingue, sin saber qué exactamente;
las librerías abiertas toda la noche, aunque el viento traiga un extraño
lamento y la noche parezca un pozo de sombras; la Avenida Corrientes mientras
descubres que no sólo habitas una ciudad, sino el mundo entero; la espera en
Plaza Francia o en algún punto del Jardín Botánico; las vistas desde la última
planta de la Biblioteca Nacional; el regreso a Constitución porque algo nos
recuerda a Juan José Sebreli; la vuelta a Palermo para encontrarte con un
espléndido poema de Horacio Armani; avanzar por la Avenida Santa Fe y a la
altura de Montevideo girar hacia Marcelo T. Alvear; el edificio C del séptimo
piso en donde Alejandra Pizarnik no es más que un testigo ausente; los
fragmentos de la novela Los premios,
la mesa con cenicero, el libro de notas y los folletos con la imagen de Julio
Cortázar en el café London; el trazo de alguien que escribió axolotl en la pared; el subte Perú que
se ve tras sus ventanales.
Todo eso
se entremezcla en este momento. Y a medida que escribo se van incorporando
otras imágenes. Todo sucede a la vez y no distingo cuándo ocurrió cada una de
las cosas que recuerdo ahora. Su imagen se difumina, como la última vez que vi
la ciudad desde el Buquebús que me llevaba hasta Colonia del Sacramento, al
otro lado del Río de la Plata. Buenos Aires comenzaba a ocultarse detrás de una
gran mancha de humo, como si no hubiera nada detrás. Tampoco nadie que pudiera
mirarla de frente, porque es imposible observar desde fuera algo que no se
abandona del todo.
[Publicado en Quimera, números 390 y 391, mayo-junio de 2016]
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