Anotaciones en torno a la escritura y al laberinto
Varios son los apuntes que, con el tiempo, he ido
añadiendo al hecho de escribir. Y todos se han incorporado sin menoscabo del
anterior. Comencé diciendo que tiendo a considerar la escritura como una
consecuencia radical de la lectura, como el último peldaño de ese proceso
lector. Escribir nos permite interpretar hasta sus últimas consecuencias lo
leído, entender mejor un libro o un paisaje (geográfico o emocional). En este
punto siempre recuerdo las palabras de Saul Bellow. Cuando alguien le preguntó
cómo se sentía después de ganar el Nobel, contestó: “No lo sé. Aún no escribí
sobre eso”. Escribimos para un lector invisible, que es quien juzga lo apropiado
o no de un poema, lo esencial o no de un relato. De modo que el auténtico
escritor es, al final, un lector. Alguien que está encerrado en un laberinto y
prefiere ser Minotauro, antes que Teseo. Alguien, en definitiva, que está
sitiado en un espacio oscuro, solitario, plagado de callejones sin salida,
asediado por el entorno. Como en Los reyes, de Cortázar, su único
vínculo con lo externo sería el hilo de Ariadna.
La imagen del escritor en su laberinto me condujo a
otra definición: escribir es defenderse del lugar que habitamos. Un diálogo
constante entre lo que está fuera y un juicio de lo que permanece dentro. Ese
laberinto del que defenderse tiene, en mi caso, el nombre de varios lugares
concretos, ciudades visitadas o leídas, habitadas o imaginarias. Escribir sobre
ellas significa observarlas desde una ventana, en el extremo de una habitación
vacía. Su función es prevenir y, a la vez, exponer ese espacio en penumbra.
Parafraseando a Truman Capote, la escritura es un ejercicio de resistencia, una
respuesta a esos sapos reales en jardines imaginarios.
Lectura, laberinto, Minotauro, ciudad, ventana y
resistencia. Y memoria, porque la escritura es, también, una conversación con
lo que ya no somos, con lo que fuimos. ¿Por qué, si no, Edmond Jabès o Gil de Biedma
ya intuían la extensión exacta de un poema sin haberlo escrito? Construimos un
texto y lo dejamos archivado en la conciencia, a la espera de que pasado y
presente logren encontrarse en un momento concreto, previsiblemente azaroso (lo
que no deja de ser una contradicción).
La creación literaria supone, en definitiva, una
particular caída al vacío. La labor del escritor es trasmitir lo que encuentra en ese descenso.
Un salto hacia sí mismo, hacia esos espacios desconocidos por sobradamente
cercanos. Por eso toda esta poética podría resumirse con dos de los primeros
versos que escribí: “Lo más extraño del viaje/ es no saber hacia dónde se
regresa”.
Escribir es volver.
(Este texto apareció en la antología Matriz desposeída. Últimas voces de la poesía en Extremadura, Institución Cultural El Brocense, Diputación de Cáceres, 2013)
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