El libro de las maravillas, de Fernando Clemot
“Nunca estás realmente jodido si tienes una buena historia que contar y alguien a quien contársela”. Lo dice Noveccento, el pianista del océano, ese entrañable personaje que creó Alessandro Baricco hace ya algunos años. Creo que esa es, o debe ser, una de las premisas que lleve a un escritor a narrar. Tener una historia y querer compartirla con alguien. En cierta forma, eso es lo que le salva en último término. Lo que, en definitiva, le previene. Como Novecento, la literatura nos exime de estar completamente jodidos.
Digo esto, en primer lugar, porque El libro de las maravillas (Ediciones Barataria, 2011), la novela del barcelonés Fernando Clemot, tiene muy presente esta idea. Son estas historias que se cuentan, ajenas o propias, las que intentan salvar al personaje, poco antes de morir. El punto de partida es el siguiente: un tal señor C., el personaje principal de la novela, se encuentra en la clinica Dantas, un lugar de reposo donde acuden enfermos terminales. Pero el señor C. no es un personaje pasivo. No le basta sólo con esperar. Quiere, como se dice en repetidas ocasiones, cambiar el final para poder cambiarlo todo. Ahí está la clave. Cambiar el final para que todo cambie. ¿Qué hacer, pues? ¿Cuál es la actitud que adopta? ¿Dónde puede encontrar esa llave que le permita cambiar el final para que todo su pasado cobre un nuevo sentido? Muy sencillo: decide anotar las historias de varios residentes, narrar esos momentos clave en la vida de otros pacientes. Ser el último testigo de esas hazañas minúsculas, acaso triviales, que han marcado el rumbo a otros enfermos. Es ese el motivo por el que considero El libro de las maravillas una carta de amor a la literatura. Hablamos de un personaje que en el borde del abismo se detiene y decide escuchar historias ajenas, que a menudo entrelaza con las suyas propias. El mecanismo de la novela, como el de la memoria, es contar una historia que nos lleva a otra historia que, a su vez, nos conduce a una historia nueva. Y es en ese sentido por el que juzgo que no estamos ante un libro pesimista, oscuro, desesperado. A pesar del momento y de la situación, es, o así lo veo, una novela profundamente vitalista. Uno de esos libros en donde uno se propone, antes que otra cosa, aferrarse a la vida, porque cada instante y cada decisión cuentan y porque nos trasmite la complejidad, la profundidad, la hondura de ciertos espacios aparentemente insignficantes.
El libro de las maravillas es una meditación sobre la memoria. Ese, diría yo, es el gran tema del libro. Se suceden las definiciones en torno a ella, donde es muy frecuente el uso de metáforas, de comparaciones, y con las que el autor despliega una gran habilidad lingüística, por momentos muy cercana a la poesía. Esos personajes, ya dijimos, echan mano de sus recuerdos y deciden contarlos, como si de una última voluntad se tratase. Historias de abogadas defendiendo casos imposibles, travesías por mar con mercancía dudosa, tormentas que sacuden un lugar y lo convierten en ruinas, viajes frustrados a los confines de la Tierra en busca de un amor al que abandonan, etc. (Un paréntesis: es curioso ese efecto que se produce en el lector: nos encontramos con narraciones dinámicas, agitadas, nerviosas y, sin embargo, nunca abandonamos una clínica donde se impone la quietud, la inmovilidad). Hay un momento en el que nos dice el autor: “La memoria de nuestro pasado está parcheada muchas veces con retales de vidas ajenas, con historias que nos contaron o nos figuramos haber vivido”. En otro momento, se refiere en términos muy similares. Cito: “Nuestra memoria [...] repara el recuerdo dañado con materiales extraños: recreaciones, historias escuchadas o vividas a medias, o por una segunda o tercera voz, fábulas, errores temporales”. No se trata, en definitiva, de contar verdades o mentiras, sino de darnos a entender que nuestra vida se nutre de infinidad de cosas a la vez, donde intervienen también la imaginación y el deseo y la ensoñación. La vida del señor C., de los enfermos que ocupan la clínica Dantas, nuestra vida, en definitiva, se compone de retazos entrelazados, conectados, sin saber el motivo que conduce a unirlos. “Al acercarse el final, la vida nos pasa por delante: fotograma a fotograma, como una de aquellas secuencias animadas antiguas”.
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