Francisco Brines, un poema
Aceptación en la terraza.
Saliste a la terraza
pensando que la brisa de la noche
podría devolverte al que eres siempre.
Mas la tibieza que en tu cuarto había
era un ámbito allí, bajo la calma
de alejadas estrellas.
Olvidar pretendías unas horas
todavía recientes, la penumbra
que acercaba el latido de los dos,
y tus palabras que serenas eran
como si a nadie las dijeses. Viste
la emoción de su rostro, su contorno
quemarse de belleza;
y esas mismas palabras te llenaban
de dolor y de sombra.
De nada te sirvió, cuando quedaste
solo, cegar la luz,
hacer brotar desde un rincón la música,
fortalecer tu fe con su joven pureza.
Sobre tu frente se rompían olas
gigantes: el calor
detenido del día,
el naufragio de un hombre que entregaba
la pasión de su vida en el espectro
doliente de la música (aún
como si la esperanza le alentase),
y te ardía el espíritu
porque sentías declinar tu vida.
Para ser el que fuiste
sales a la terraza, para ver
si un frío súbito derriba pronto
la plenitud del corazón. Tocas
el aire oscuro con los labios, oyes
los gritos fatigados de la calle,
la luminosa altura te estremece.
El tiempo va pasando, no retorna
nada de lo vivido;
el dolor, la alegría, se confunden
en la débil memoria,
después en el olvido son cegados.
y al dolor agradeces
que se desborde de tu frágil pecho
la firme aceptación de la existencia
Saliste a la terraza
pensando que la brisa de la noche
podría devolverte al que eres siempre.
Mas la tibieza que en tu cuarto había
era un ámbito allí, bajo la calma
de alejadas estrellas.
Olvidar pretendías unas horas
todavía recientes, la penumbra
que acercaba el latido de los dos,
y tus palabras que serenas eran
como si a nadie las dijeses. Viste
la emoción de su rostro, su contorno
quemarse de belleza;
y esas mismas palabras te llenaban
de dolor y de sombra.
De nada te sirvió, cuando quedaste
solo, cegar la luz,
hacer brotar desde un rincón la música,
fortalecer tu fe con su joven pureza.
Sobre tu frente se rompían olas
gigantes: el calor
detenido del día,
el naufragio de un hombre que entregaba
la pasión de su vida en el espectro
doliente de la música (aún
como si la esperanza le alentase),
y te ardía el espíritu
porque sentías declinar tu vida.
Para ser el que fuiste
sales a la terraza, para ver
si un frío súbito derriba pronto
la plenitud del corazón. Tocas
el aire oscuro con los labios, oyes
los gritos fatigados de la calle,
la luminosa altura te estremece.
El tiempo va pasando, no retorna
nada de lo vivido;
el dolor, la alegría, se confunden
en la débil memoria,
después en el olvido son cegados.
y al dolor agradeces
que se desborde de tu frágil pecho
la firme aceptación de la existencia
10 comentarios:
Un poema muy hermoso.
o una poética de Brines...
Lo es, anónimo.
No lo había visto así, Jorge, pero tienes razón. Es una forma de estar. Una declaración de permanencia.
y además me parece un poema bastante representativo de su forma de hacer/estar en los versos, con sus tics, sus obsesiones y sus virtudes, pero sobre todo un posicionamiento, un "asomarse a".
En fin, Brines. :)
Me voy a copiar esa última estrofa. Leer y repetir un buen poema te limpia el pensamiento de ruido. Tal vez por eso me gusta la poesía, la que me deja en silencio el pensamiento. Su extraña permanencia.
Sí, una manera de permanecer, un rincón desde donde obervar el mundo. Reconozco que ese posicionamiento me interesa sobremanera. En fin, Brines. Sin olvidarnos de César Simón, Claudio Rodríguez..., ¿verdad?
Impecable, Olga. Mejor dicho, imposible. Tanto, tanto ruido, ¿no? Permanecer, estar, observar.
Me apunto a lo dicho por Olga. Un abrazo para todos.
Y yo, nuevamente.
Abrazos, María José.
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