Portugal
Hace poco más de una semana hice mi peregrinación anual a Portugal, aprovechando, esta vez, la cercanía extremeña. Fui con mi hermano José Manuel, con quien da gusto viajar, dicho sea de paso. Escogimos Monsanto, previa recomendación familiar, y la elección fue todo un acierto. Suerte que conservamos algunas fotos, del pueblo oculto en la montaña, de algunas casas escondidas entre las rocas y de las vistas que se disfrutan subiendo al castillo. No había mucha gente, cosa que se agradece a estas alturas. De momento, esta ausencia de avalanchas permite dejar todo con una pureza intacta. Como si sobreviviera de otra manera, apartada de la masificación, y nos enseñara que todavía son posibles las rutas del viajero. Comimos (barato) en una pequeña cueva medio sumergida, algo típico de la zona: cerdo. Y un vino excelente. Con una anécdota: en mitad de la comida, retransmitieron un reportaje en la televisión portuguesa sobre el restaurante. Al final, aplaudimos.
Aplaudo, ahora, esta sana e inocente costumbre de visitar al menos una vez al año ese país, al que me niego nombrar país vecino: vivo allí desde hace tiempo. Portugal tiene un espíritu envolvente, el más envolvente y emotivo de los países que he visitado. Un lugar con una sabia imperfección, algo que facilita enormemente las visitas del viajero. Lo que es perfecto no tiene remedio. Ni cura. Lo que no lo es aún le queda la obligada mirada en donde todos pueden participar como si formaran parte del entorno. De ahí, claro, nace el color, y la luz. De la sombra.
Existen ciertos lugares que necesitan todos los sentidos. En Portugal, con uno basta. Sólo hace falta elegir con cuál nos quedaremos cuando decidamos emprender el viaje. Cualquiera de ellos nos llevará a no abandonarla nunca. Si tenemos la suerte, y el tiempo, de emplearlos todos a la vez, habremos ganado no sólo un lugar, sino un recuerdo que volverá con frecuencia a nosotros con una rapidez asombrosa. Porque no hablamos de un país, sino de una emoción, de un instante, de una extraña forma de vida, como cantaba Amália Rodrigues en aquel hermoso fado.
Visito cada año Portugal y cada vez que salgo y me encamino hacia España me pregunto cuándo volveré para quedarme.
Aplaudo, ahora, esta sana e inocente costumbre de visitar al menos una vez al año ese país, al que me niego nombrar país vecino: vivo allí desde hace tiempo. Portugal tiene un espíritu envolvente, el más envolvente y emotivo de los países que he visitado. Un lugar con una sabia imperfección, algo que facilita enormemente las visitas del viajero. Lo que es perfecto no tiene remedio. Ni cura. Lo que no lo es aún le queda la obligada mirada en donde todos pueden participar como si formaran parte del entorno. De ahí, claro, nace el color, y la luz. De la sombra.
Existen ciertos lugares que necesitan todos los sentidos. En Portugal, con uno basta. Sólo hace falta elegir con cuál nos quedaremos cuando decidamos emprender el viaje. Cualquiera de ellos nos llevará a no abandonarla nunca. Si tenemos la suerte, y el tiempo, de emplearlos todos a la vez, habremos ganado no sólo un lugar, sino un recuerdo que volverá con frecuencia a nosotros con una rapidez asombrosa. Porque no hablamos de un país, sino de una emoción, de un instante, de una extraña forma de vida, como cantaba Amália Rodrigues en aquel hermoso fado.
Visito cada año Portugal y cada vez que salgo y me encamino hacia España me pregunto cuándo volveré para quedarme.
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