2.2.16

Salamanca. Punto seguido






En realidad, que yo acabara estudiando en Salamanca no fue más que una consecuencia del azar. Ni la cercanía con mi ciudad natal, ni el prestigio de su universidad, sino empujado por otras razones que, por entonces, creía esenciales en mi vida. Cuestiones que, dicho sea de paso, dejaron de resultarme tan importantes después de un cierto tiempo. Medio curso, para ser exactos. Una vez que conseguí olvidar esos motivos, o que esos motivos me olvidaran a mí, dudé en marcharme y terminar la carrera en otro sitio. En Granada o en Barcelona, como había pensado desde el inicio. Al final, no sin algunas reticencias, decidí quedarme. Y creo que hice bien, porque sentí, casi por primera vez, que mi estancia en Salamanca sólo dependía de mí mismo. No era poco.
¿Qué empuja a un alumno de letras a estudiar filología? En la mayoría de los casos, salvo contadas y honrosas excepciones, la respuesta es evidente: porque quieren ser escritores. Esa es la razón predominante. Quieren ser escritores y piensan que en filología les van a enseñar a serlo. Tardamos tiempo en asumir que no hay un camino preestablecido para convertirte en algo que ya eres, más allá de itinerarios académicos y de cursos. Les sucede a muchos estudiantes de Ciencias de la Información. O a los alumnos de Bellas Artes, por citar un par de casos a los que podría sumarse, sin demasiado esfuerzo, una colección de títulos universitarios que no cumplen nuestras expectativas iniciales. Lo mejor es asumirlo pronto. En esto tuve suerte: en mi primera clase, el profesor que impartía la asignatura de fonética y fonología, Gómez Asencio, nos advirtió de eso mismo antes incluso de empezar a explicar los contenidos de su materia. Lo dijo muy claro. Por eso lo recuerdo.
Ese era, grosso modo, el panorama. Un estudiante de unos dieciocho años, que se había desplazado a una ciudad como podía haberlo hecho a otra cualquiera, que tenía la impresión de que se encontraba en el lugar equivocado y que, para redondear su mala suerte, le habían borrado de un plumazo las razones que le empujaron a cursar una carrera. No había pasado ni un cuatrimestre. Me parecía imposible prolongar otros cuatro meses, pero pasaron, y pasaron después tres años. Hasta 2002, cuando la ciudad iniciaba los actos de su recién estrenada capitalidad cultural europea. Ya dije: decidí quedarme en Salamanca. Y si elegí la  opción correcta, es porque traté de convertirla en un lugar propio, un territorio que también fuera mío. Por eso ahora puedo escribir sobre todo eso. Ignoro cómo se consigue explicar una ciudad si previamente no la hemos interiorizado, si no hemos residido en ella. Por residir no me refiero a una estancia de años, sino a una experiencia que, siquiera por unas horas, nos cambia la vida para siempre. Aunque no lo advirtamos en un primer momento. A veces debemos invertir demasiado tiempo para comenzar a entender lo que sucedió en nuestro propio pasado. Yo necesité casi una década. Cuando por fin me propuse escribir sobre la ciudad y sobre aquellos años, lo hice con un poema que titulé “Salamanca. Punto final”, como si ese enunciado sirviera para dar por concluida una época que no se abandona del todo, porque «nadie es capaz de olvidar la suma de muertes/ por las que trascurre su vida». Así se cerraba el poema. Antes de esos versos, quizás tan lapidarios, quise traer de vuelta algunos de mis trayectos más habituales: paseos por Canalejas, incursiones en la biblioteca de Las Conchas, charlas en Anaya o en algún banco de la Alamedilla, visitas a la Casa Lis, con sus magníficos ventanales. Subidas y bajadas por la calle Zamora, como en una película de Juan Antonio Bardem. La plaza del Oeste. El frío nocturno cuando atravesaba el Tormes al regresar de Plasencia. Todo eso quedaba fijado en el poema, igual que los autores que me acompañaron desde Las Conchas hasta algún café de la zona. El Alcaraván, sobre todo. Escritores que nombré y que, de alguna forma, los asocio siempre a la ciudad. Hablo de Roberto Arlt y de José Ángel Valente. Poco importa que su origen sea distinto. En realidad, un escritor nace en el lugar donde lo leemos por primera vez. También cité a José Hierro, porque era el autor de un poema estupendo, “Alucinación en Salamanca”: «Quién disipó el lugar / (o el tiempo) que me daba / su sangre, el que escondía / el lugar (o era el tiempo) / no vivido. Y por qué / recuerdo lo que ha sido / vivido por mi cuerpo / y mi alma. Qué hace / aquí, por mi memoria, / este avión roto, un viejo / Junker, bajo la luna / de diciembre. La niebla, / la escarcha, aquel camino / hasta el silencio, aquella / mar que estaba anunciando / este mismo momento / que no es tampoco mío».
Volvamos al comienzo, a los meses que siguieron tras tomar la decisión de no marcharme a otra ciudad. Un momento, como el de Hierro, que tampoco era mío. Con una carrera que no me haría escritor y con esa sensación de orfandad que surge cuando nada es lo que esperábamos, me decidí a rellenar huecos por mi cuenta, siguiendo la pista de algunas referencias literarias que conocía de antemano. Comenzando por los clásicos, ese tipo de libros que tienen la rara habilidad de burlar el tiempo, que parecen escritos en el momento de su lectura, aunque esa lectura llegue varios siglos más tarde. Si bien existe en ellos un escenario más o menos identificable, no sabemos hasta qué punto trascurren en un lugar concreto. Logran algo que parece imposible: que lo narrado pueda suceder en cualquier espacio y en cualquier época, más allá de los condicionantes propios del contexto en el que fueron escritos. Algo de eso hay en alguno de los emplazamientos salmantinos en donde trascurren algunas de las mejores obras de la literatura española. Pienso, por ejemplo, en La Celestina y me pregunto, casi por enésima vez, en qué lugar se encuentra el huerto de Calixto y Melibea. Es curioso, después de cuatro años viviendo en Salamanca no sabría decir dónde queda exactamente. Las veces que fui lo hice acompañado de otras personas. Sé por qué punto del mapa empezaría a buscarlo, pero no podría indicar su posición exacta. Como me dejaba guiar, lo encontraba casi de súbito, inesperadamente, y una vez dentro esa sensación de intemporalidad se multiplicaba, como si todo lo que le rodea se desplazara a su aire, sin planos ni direcciones, al margen incluso de la propia ciudad. Un pequeño huerto cubierto de árboles, al que se accede por un arco, y en cuyo interior encontramos un pozo que parece habitar el jardín desde el origen de los tiempos. Muy cerca, una estatua de Celestina y una inscripción en la piedra que la sostiene: «Soy una vieja cual Dios me hizo», del acto XII. El límite del huerto irrumpe como una gran sima, una pendiente que se desliza por la antigua muralla de la ciudad. Aunque tenga unas coordenadas precisas, su ubicación, ya dije, me resulta tan confusa como el género o la autoría de la obra a la que inspira. Igual que me sucede con algunas obras inmediatamente posteriores y que eligen la ciudad como escenario. Ahí se sitúan las primeras páginas de la novela que más veces he leído, La vida de Lazarillo de Tormes. El toro de piedra, un símbolo de ese tono tragicómico tan característico de la novela, sigue presidiendo uno de los dos extremos del puente romano que salva el río. ¿Da inicio a la ciudad o la concluye? ¿Nos adentra en ella o nos despide? Siempre me he decantado por lo segundo: el toro es lo último que vemos, da por finalizada la ciudad y nos empuja a seguir adelante. Como al propio Lázaro de Tormes, o como al licenciado Vidriera. Personajes arrojados hacia el exterior, marginales, desplazados. Aunque no quieran, continúan vagando, porque no pueden detenerse. Esa es su virtud y esa es, también, su condena. Pícaros sin patria a los que simplemente les basta con estar en Salamanca. O con salir de ella. Porque sólo cuando pensamos en abandonar una ciudad empezamos a comprenderla.
Salamanca es un territorio inagotable en lo que a paseos literarios se refiere. En pocos lugares de dimensiones parecidas se esconden tantos rincones relacionados con ese universo de libros y de autores. No es sólo una ciudad, sino una constatación de que poseemos una literatura extensa, rica, heterogénea. Mientras la recorremos, tenemos la sensación de estar inmersos en un proceso de relectura. Estos son el tipo de lugares que no se acaban nunca, los que guardan en su interior un escenario que ha sido capaz de suprimir sus propios límites para formar parte de todos. Lo universal, diría Valente, es lo particular sin fronteras. Caminamos por la ciudad, por la “ínclita ciudad” en palabras de Lope de Vega, y el tiempo nos engulle, nos convierte en testigos que observan. Y al hacerlo retrocedemos hacia ese lugar que creíamos ficticio, como si nunca hubiera existido más que en las páginas de un libro. Cuesta creer, por ejemplo, que se pueda visitar el aula donde impartía clases Fray Luis de León. O el pueblo donde aún se conserva una parte del cuerpo incorrupto de Santa Teresa. Hay ciertos sucesos que al interiorizarlos los cubrimos con una pátina de irrealidad. La misma que surge al leer ciertos poemas románticos o ciertos dramas. El estudiante de Salamanca, sin ir más lejos. Es la confusión del lector que se sabe leído por alguien a quien cree conocer pero que no conoce del todo. Le mira tan fijamente que acaba desconcertándole. ¿Acaso no es eso Niebla, la magnífica novela de Unamuno? ¿Es casual que Augusto Pérez vaya a visitar a su autor y que ese autor viva en el centro de la ciudad? Tal vez esas sean las preguntas que perduran en nosotros, porque cuestionan el significado de nuestra propia existencia. La duda es una actitud que nos permite alargar las cosas, extenderlas sin final. No hay más consistencia que aquello que carece de una base sólida. Por eso la literatura continuará a pesar de nosotros, porque nunca conseguiremos resolver lo que tiene verdadera importancia. 


Hay dos plazas que siempre me han resultado mucho más agradables que la vecina plaza Mayor. Menos espectaculares, sin soportales ni medallones, sin la monumentalidad ni la hipnótica iluminación del epicentro de la ciudad. Hablo de la plaza de la Libertad y la de los Bandos. En esta última vivió una salmantina ilustre, Carmen Martín Gaite, cuyos recuerdos de la ciudad se reflejan veladamente en su novela Entre visillos y de forma más clara en El cuarto de atrás. La estatua erigida en su memoria, en uno de los laterales de la plaza, no le hace justicia. Es una mole pesada, demasiado rígida. Muestra a la autora con actitud marcial, disciplinada, estricta. Su sonrisa parece una mueca petrificada. Siempre me costó identificarla con una escritora que tiene poco de severa y de antipática. Tampoco encuentro en su café habitual a otro de los novelistas más importantes de la ciudad. Gonzalo Torrente Ballester solía ir al Novelty, uno de los bares de la plaza Mayor. Una nueva estatua le fija en su mesa de siempre. Sin embargo, me fue difícil evocar a Torrente Ballester en un lugar que no era el mío, que me desplazaba hacia fuera. Por eso prefería acercarme a la contigua plaza de Abastos y encontrarme, siquiera por una mínima fracción de tiempo, en algún pasaje de Los gozos y las sombras. En el Novelty, si la memoria no me falla, sólo he entrado una vez. Me decantaba por otros cafés mucho más agradables y vivos que el anquilosado Novelty. El ya citado café Alcaraván, por ejemplo, o el Rayuela, en plena Rúa. Lugares que guardan mejor el testimonio de su presente. Tal vez de aquí a un tiempo se conviertan en bares más aristocráticos y refinados, más elegantes, pero será una elegancia impostada, la que otorga un pasado remoto que ni siquiera ellos recuerdan. De eso adolecía la ciudad cuando vivía en ella, de reflejarse demasiado en un tiempo pretérito, glorioso, y no prestar atención a una cultura que seguía en marcha. Porque Salamanca continúa con nuevas voces y nuevos ámbitos. Con nuevos escritores que conocí allí mismo: Alberto Santamaría, David Vegue, Juan Antonio González Iglesias, Ben Clark, María Ángeles Pérez López, Raúl Vacas, Fabio Rodríguez de la Flor, David Ferrer, Andrés Catalán… Una breve lista de nombres a los que se podrían sumar otros tantos que por desconocimiento o por despiste no haya citado ahora. Sin olvidar, claro, que Salamanca es la ciudad de Aníbal Núñez, uno de los mejores poetas de la literatura española contemporánea. Y dejo para el final a un escritor singular, extraño, un poeta al que todos conocíamos y que, estoy seguro, se ha quedado fijado en nuestra memora: Remigio González Martín, más conocido como Adares. Tengo tan asociado su puesto de libros a la plaza del Corrillo que aún hoy me cuesta imaginar ese cruce de caminos sin él. Libros, en su mayoría, autoeditados. De hecho, nunca he conocido a otro genio de la autoedición como Adares. Un “surrealista de hogaza”, como le definió Aníbal Núñez, que había hecho de ese rincón su propia “Cátedra de Poesía”, un minúsculo y merecido púlpito que desafiaba a toda institución universitaria, con la humildad y la extravagancia de quien vive dedicado sólo y exclusivamente a la poesía.      
Ahí está el presente, mi presente, y así lo valoro en este momento. Quizás por eso hoy escribiría de otra forma el poema que dediqué a la ciudad. Al menos modificaría su título. Porque Salamanca no fue un punto y final, sino un punto de partida. O un punto y seguido. Una ciudad, en todo caso, que vuelve a mí porque no me abandona, con la misma serenidad de quien mira hacia atrás con satisfacción y sin nostalgia. 



[Publicado en Quimera, núm. 386, enero de 2016]