31.1.06

Efemérides

Leo el artículo de Javier Marías en El Semanal de El País (29-1-06), titulado “Huyamos nosotros”. Se trata de una crítica abierta a todas aquellas efemérides que copan los actos habidos y por haber de las ciudades y los pueblos. Lo leo con cierto escepticismo, porque no termino de compartir ese complemento nocivo del que tanto se queja Marías, que lo focaliza principalmente en la figura del pobre Quijote. Y digo que descreo en parte porque uno siempre ha visto estas conmemoraciones como una excusa para no olvidar a alguien, basándome en la opinión un tanto peregrina de que si esta pantomima consigue acercar al público a un autor y a su obra, bienvenida sea. Termino el artículo, y comienzo a leer El Periódico de Catalunya, más concretamente un número atrasado de su edición Llibres (a menudo acostumbro a cumplir esta paradoja: leer un periódico tres días más tarde). En primer lugar, anuncian una exposición de Rembrandt, en La Pedrera, coincidiendo con que hace cuatrocientos años nació el pintor. Después, una nueva edición en Tusquets de La raza, que conmemora el cincuentenario barojiano. Dos páginas más allá, compruebo cómo la editorial Funambulista celebra los noventa años de la muerte de Henry James publicando su novela inédita en España Un episodio internacional. Definitivamente, me siento en la obligación de releer el artículo de Marías. ¿O tendré que esperar una hora para hacerlo? (por conmemorar su primera lectura, más que nada).

Al cumplir ochenta, Henry Miller

“Jamás he sido parte de ninguna organización religiosa, política ni de ninguna otra índole. Nunca en mi vida he votado; he sido anarquista filosófico desde mi adolescencia. Soy un exiliado voluntario que tiene hogar en todas partes salvo en su propia casa. De niño, tuve muchos ídolos y hoy, a los ochenta, aún tengo algunos: la capacidad para admirar a otros –aunque no necesariamente implique hacer lo mismo que ellos – me parece de suma importancia; pero importa más tener un maestro, el punto es cómo y dónde encontrarlo; casi siempre habita entre nosotros pero no lo reconocemos. Por otro lado he descubierto que tal vez uno pueda aprender más de un niño pequeño que de un maestro acreditado.”

26.1.06

’in the american west’ (1985) Richard Avedon

Apuntes

A la crítica actual se le estrechan los márgenes. No por lo nuevo, porque la literatura, como ya sabemos, no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Hablo más bien de todo aquello que resulta ya estudiado. Pienso en Borges, en Proust, en Shakespeare, por ejemplo. A un joven investigador pocas veces se le propone abordar estas figuras, porque su ámbito de estudio (de novedad) ha menguado. Es decir, se reducen posibilidades en el momento que todos esos autores ya han sido casi integralmente repasados. A lo sumo, un cotejo del autor con alguna tendencia actual, que proponga una revisión actual de su obra. O una relectura un poco más acorde con la contemporaneidad (tiempo que, pasado unos años, se convertirá en una antigualla). A decir verdad, yo también, humildemente, he manejado y a veces participado en ese aparato crítico. Eso es lo que traté de hacer con Jaime Balmes (admito ahora que torpemente), o con otros autores como Juan de la Cruz, al que intenté revivir a través de la plástica de Kandinsky, de Chillida o de Torner.
Al principio, reconozco que tuve una pequeña desilusión al comprobar la existencia de estos territorios vedados. De hecho, llegué a Balmes por una mera equivocación que nunca sabrá el profesor que dirigió el trabajo. Saber que sería difícil encontrar aval para un proyecto sobre Cortázar supuso una pequeña derrota. Se argumentó para el caso la saturación de líneas de investigación en este sentido. Sin embargo, con el tiempo he ido descreyendo de la crítica, de la crítica tradicional, se entiende, de la canónicamente aceptada por la academia. He llegado a un punto en donde creo que la filología o la crítica literaria ocupa un papel importante, pero no definitivo. Ya no es cuestión de buscar grandes angulares, o de mirar con lupa tal o cual expresión. Reconozco que sigo manejando el aparato crítico para desarrollar ciertas cuestiones, pero cada vez desde un estadio más alejado, porque buena parte de esta crítica se esmera en hacer estudios cerrados, donde el autor o tendencia gire sólo en torno al trabajo del crítico. En contrapartida, me he ido acercando hacia otras visiones que abordan a tal o cual escritor de una forma mucho más íntima, un poco menos rigurosa, pero más intensa. El primero que me enseñó esta nueva forma de mirar fue Paul Auster, que se ha convertido para mí en el primero en muchas cosas. Hablo de su miscelánea Pista de despegue, que recoge sus ensayos y algunos poemas de la década de los setenta. De entre todos los trabajos, recuerdo sus “Apuntes sobre Kafka. En el cincuentenario de su muerte”. Me interesó y me sigue interesando porque no sólo veo al escritor checo, sino al propio Auster. Y aquí reside todo el encanto, porque ya no sólo basta con que nos desvelen a un autor. Es necesario también conocer a quien lo describe. Es importante conocer también al crítico, saber por qué llegó al autor y encomendó buena parte de su tiempo. No hablo de quitar protagonismo al objeto de estudio. Más bien se trata de humanizar a esa crítica, para que descubramos al fin que esa humanidad también puede ser la nuestra. Así, gracias a Auster, llegué a Knut Hamsun, a David Reed, a Laura Riding, a Beckett, a Ungaretti o a Edmond Jabès. Es esa intimidad necesaria que encuentro en las entrevistas de Truman Capote, en los trabajos de Gérard de Cortanze, o en aquella desconocida, torpe, ingenua, exagerada y maravillosa biografía de Juan de la Cruz a manos de Gerarld Brenan. En ellos sí descubro esa palabra definitiva que me acerca al autor que busco, porque me dejan espacio a la duda, y me hacen partícipe y me dejan pensando en el autor(es) que acabo de leer. No me importa que me dirijan la lectura, porque al precio de uno estoy conociendo a dos artistas. Y no es cuestión de buscar baratijas, sino de que por fin a uno le estimulen diciéndole que esto de la literatura no es cuestión de parnasos, sino de personas. De apreciaciones que no aspiran a críticas solemnes o definitivas. Se bastan con permanecer a lo largo del tiempo como breves y exquisitos apuntes de la Historia.

Procesos

Que la obra de Franz Kafka puede entenderse en clave autobiográfica es un descubrimiento que no se atribuye este blog. Sin embargo, dedicarse a comprobar las conexiones entre vida y literatura siempre es un trabajo gustoso. Como ejercicio, podemos entretenernos en acercar posturas entre Charlie Parker y Johnny Carter, el emblemático personaje de El perseguidor. Volviendo a Kafka. Nadie mejor que él mismo para entender su novela El proceso. En la entrada del 20 de diciembre de 1910, de sus Diarios, puede leerse: “Continuamente tengo en mis oídos una invocación: «¡Ojalá vinieses, tribunal invisible!»”. Porque ¿quién puede decir que el propio K. no lo espera ardientemente?.

24.1.06

Kafka, Diarios.

"Qué importa que no pueda meter las bolitas en los agujeros, al final todo me pertenece, el cristal, el marco, las bolitas y todo lo demás; todo este arte puedo metérmelo sencillamente en el bolsillo"
entrada del 20 de diciembre de 1910.

20.1.06

De viaje

Un senador de Melilla, del Partido Popular, aseguró que José Luis Rodríguez Zapatero había llegado al Congreso en un tren de cercanías. Lo que este senador no sabe es que peor que entrar al Congreso en tren de cercanías es salir de la democracia por el mismo camino.

19.1.06

"El hotel", de Sophie Calle

Obrigado

Al menos, uno ya sabe que esto del blog (o de la blog, que todavía no lo tengo muy claro) no ha sido un desacierto, porque desde el primer momento he conseguido divisar a los primeros navegantes (no me refiero a los de la red, sino a los que vienen a la isla en balsa). El primero, un axolotl, del que, de momento, previo permiso, no diré su nombre. Sólo que sabía que iba a ser el primero en lanzarse en barca, porque ni él ni yo podremos conformarnos con sólo un par de años en Granada. Y que Cortázar, de paso, nos pille confesados. Después, los comentarios de José Manuel Díez y Machón Pascual que hacen de esta isla un lugar mucho más habitable. Por último, Álvaro Valverde, a quien llamaré el grato culpable de buena parte de mi relación con la literatura. Suelo ir a sus libros con bastante frecuencia, y desde hace unos meses también a su blog. Él trabajaba con mi padre, también profesor de primaria, en Jerte. Creo que lo primero que leí suyo era un librito llamado Territorio seguido de otro más extenso titulado Las aguas detenidas, que recuerda al verso de otro poeta de referencia, Joan Vinyoli. Imagino, claro está, que por la edad, no entendí mucho de qué trataba. De hecho, creo que por aquel entonces yo sólo llegaba a Gloria Fuertes, que me enseñó a multiplicar de forma mucho más eficaz que todas las clases recibidas hasta el momento (luego entendí que me educó en algo más que en matemáticas). Sin embargo, la verdad es que, a pesar de no poder captarlo todo en su globalidad, me hizo aventurarme a ver qué pasaba si yo hacía lo mismo que él: escribir un poema. Desgraciadamente no guardo aquellas hojas (digo desgraciada y no afortunadamente, porque cualquier recuerdo, intuyo, merece un espacio físico en mi vida). Luego vinieron los premios Ciudad de Córdoba y el emblemático Loewe, y la llamada de Octavio Paz, que yo viví con admiración sin saber muy bien quién era aquel Paz del que hablaban mis padres.
Ahora me resulta curioso comprobar que todo parece girar con una simetría perfecta. A los veinte, comencé a escribir mi primer poema serio, después de hacer un trabajo sobre Valverde para el profesor Sánchez Zamarreño. Y digo serio, porque sabía que aquello de escribir no era ya una cuestión pasajera. Desde entonces, no he dejado de acudir a él a la hora plantarme frente a una página vacía que espera un nuevo poema, o para comprender mejor una realidad que a mí me atañe de lleno, Plasencia. Por eso, recibo con gusto la entrada en su blog (http://mayora.blogspot.com). Además, aventura una solapada referencia a Francisco Brines. Puede que tenga razón. Con Brines mantengo una relación intermitente. Sobre todo como lector. Vuelvo a sus primeros libros de cuando en cuando (quizás no tanto a los últimos), sobre todo a Las brasas. De hecho, gracias a Valverde, recuerdo que uno de sus poemas de Palabras a la oscuridad lleva el nombre de esta isla. No había caído en ello, pero me temo que es demasiado tarde para intentar una justificación a la desesperada. Primero porque ni yo mismo me la creería. Aunque no haya pensado en el poema para titular así esta página, la verdad es que, a veces, el hombre sí puede vivir sólo de recuerdos.
En definitiva, creo que esta isla empieza a navegar por sí sola. El comentario de axolotl puede comenzar, también, a definirla.

Anécdotas, costumbres

No sé cómo acaba forjándose una costumbre, ni cuántas veces debes repetir una acción para que ésta termine por formar parte de una normalidad absoluta. A decir verdad, hasta hace muy poco creía no tener ninguna duda en este sentido. Pensaba que el gusto o la resignación se aliaban por separado con la reiteración, con el deber no siempre gustoso de llevar a término la misma cosa cada día. Sin embargo, ya digo, esta simple teoría se desmontó recientemente. En diciembre y en Salamanca, para ser más exactos. Cuando estudiaba allí, en esta ciudad de la memoria que se afana últimamente en desmemoriarse, solía quedar con David Vegue para tocar la guitarra. En realidad, comenzamos a estudiar guitarra al mismo tiempo, aunque meses más tarde él practicara arpegios y yo me quedara en los acordes más básicos, entre los que por cierto todavía me encuentro. Por eso, sería más justo decir que el instrumento era cosa suya. La voz, por el contrario, casi siempre venía por mi parte. Así pasamos muchas noches, en mi piso de Gran Capitán, cerca de los cines, tocando hasta las tantas en la cocina. Alguna vez, incluso, nos atrevimos a grabarlo. Entre el repertorio, combinábamos creaciones personales con canciones míticas de sus admirados Beatles, hacia los que siente, y con razón, auténtica veneración (un gusto que solía alternar con su pasión por Borges). En una de aquellas ocasiones no nos bastó con la silente histeria que imaginaba en los vecinos. Decidimos ir a un parque cercano, el más hermoso de la ciudad, Alamedilla, justo al lado del estanque. No creo que se cruzaran más de dos personas. Era tarde. Sin embargo, la presión fue casi la misma (tamaña estupidez) que habernos encontrado en medio de un escenario, frente a un bar abarrotado de gente (la imaginación se ha resignado a admitir ciertos límites, como un estadio de fútbol o una plaza de toros). Comenzamos a tocar, primero sobre una base sólida (Beatles, Clapton) y después con alguna de aquellas canciones nuestras, con mala gramática inglesa. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos. Imagino que no más de una hora. La suficiente para conservar la idea de haber sido músicos urbanos por varios minutos.
Aquello fue hace unos años, cuatro si no me equivoco. Este último diciembre, siguiendo un ritual que consiste en visitar Salamanca cuando viajo a Plasencia para quedarme unos días, volví a su casa, según costumbre. Como siempre, después de charlar sobre cuestiones varias, fuimos al salón y comenzó a tocar la guitarra. Al cabo de una media hora, se propuso volver a Alamedilla. No recuerdo bien quién de los dos lanzó el desafío, lo que sí sé es que aquello de tocar en el parque significaba mucho más que una simple propuesta, sujeta a una no muy bien definida vocación. La idea de volver allí me supo a continuar con una tradición, un intento por retomar una costumbre que habíamos pospuesto hace algunos meses. Volver allí no suponía lanzarte en mitad de la noche a un parque y esperar a que dos o tres lo cruzaran. Era más bien una cuestión moral, algo que nos dice que sin ciertas cosas es imposible seguir con vida.
Poco importa que no fuéramos tampoco esa noche. De hecho, no hemos vuelto desde la primera vez. En realidad, me da igual cuántas veces logremos ir a lo largo de nuestra vida, porque la felicidad no consiste en cuantificar las cosas. No es cuestión de sumar y encontrar un número, sino de conocer aquello que haces. Por eso, no tengo ningún pudor en airear que un amigo y yo solemos tocar en un parque de Salamanca. Incluso, cuando me animo, hablo de metros y estaciones, de las Ramblas o del Retiro. De hecho, hay cosas en mi vida que aspiro a verlas como anécdotas, a pesar de que se hayan repetido con mayor frecuencia. En cambio, tocar en un parque, por la noche, se ha convertido ya en una vieja costumbre.

16.1.06

Carta desde el infierno

Sé que a muchos les encanta encontrarse con titulares de este tipo (viejos versos de desgastadas proclamas) si ese infierno es Catalunya, porque tienen auténtica fijación con este lugar. Últimamente creo que se han encomendado a destruirla a cualquier precio, saltándose a la torera todos los valores constitucionales que parecen defender con tanto ímpetu. Sin embargo, pese a quien pese, esto no es un infierno. Y no lo dice un catalanista convencido de Palafrugell, pongamos por caso, sino un extremeño que, además, se gana la vida dando clases de lengua castellana y literatura en un instituto público de la provincia de Barcelona. No digo que parte de culpa de esta mala prensa la tengan algunas actitudes de ciertos políticos catalanes. No obstante, la sensación es que una metedura de pata aquí no es más que una simple anécdota comparado con la cantidad de imbecilidades que sueltan una parte mucho más amplia de la política nacional. Y de la prensa. Pongo un ejemplo. Una mañana de estas ya pasadas navidades me encontraba en Salamanca escuchando la radio, un programa matutino de tertulia. No era la COPE. Era otra emisora de ámbito nacional. Una mujer ya mayor intervenía en directo para explicar la terrible situación de sus nietos. Según esta buena mujer, sus pobres niños eran bilingües gracias a la labor castellanizante de su familia, que se había esmerado en que esas pobres criaturas no perdieran el idioma de sus abuelos, de sus padres. Además, añadió: “Porque no sé si ustedes saben que, como aquí el castellano está perseguido, no tienen más que una hora (creo que añadió, para mayor despropósito, que era una hora opcional) de castellano en las escuelas”. Pero lo más sorprendente es que los contertulios, lejos de corregir a la señora, se dedicaron a lamentarse de la situación apocalíptica de los catalanes no catalanes, si es que existen. Otro ejemplo: la peligrosa Isabel, la rubia seudointelectual y televisiva del programa de la Campos, lanzaba proclamas en este sentido, para que la gente no residente en Catalunya reaccionara ante continuos atropellos. Si a eso le sumamos la opinión más o menos autorizada de intelectuales catalanes, entre ellos Albert Boadella, de quien a veces tengo la sensación de que está más pendiente de querer pasar a la posteridad más como un mártir que como lo que es, un gran autor y director teatral (sí, también político), la situación se torna bochornosa, obsesiva y terminal. Lo de Mena no es más que la punta del iceberg, una cabeza visible que ha leído el pensamiento de muchos de los que se dedican a lanzar panfletos ultranacionalistas a la calle. En realidad, no ocurre nada si al referirse a una comunidad autónoma se opta por el término país en lugar del de comunidad o territorio. Lo hemos visto con el sucesor de Fraga, que se ha referido a Galicia como un país por el que sudará la camiseta. Y los invitados le aplaudieron sin abuchearle o tirarle sillas a la cabeza. Por eso, suelo pensar con frecuencia, aunque a buena parte de la izquierda “nacional” le cueste asumirlo, qué es eso que les incomoda tanto del tripartito catalán: ¿su catalanismo o más bien su propósito por realizar políticas de izquierdas?. Bien es verdad que, repito, los políticos catalanes a veces no hacen ni una cosa ni la otra, o anteponen la cuestión nacional a otros asuntos sociales que siempre estarán por encima de naciones o nacionalidades. Ninguna nación será libre si sus futuros ciudadanos mueren en el corto trayecto de un estrecho repleto de mareas y de balsas atestadas de gente.
Ah, y qué es eso del problema catalán, aquello que hace referencia a la lengua. ¿Acaso es un problema practicar otra lengua? Yo no puedo venir a Barcelona pensando con prepotencia que ha de existir sólo mi lengua materna, la española, del mismo modo que no puedo pedir a un andaluz que deje de escuchar flamenco y comience a escuchar a Bisbal para sentirse más latino. ¿Desde cuándo la riqueza cultural supone un impedimento? Además, como explica Javier Cercas en un artículo reciente del semanario de EL PAÍS, aquí todo el mundo es bilingüe, salvo algunos castellanoparlantes. Podrían desde la administración catalana hacer un poco mejor las cosas, porque desde la burocracia no se logra penetrar en una realidad política diferente. Sin embargo, cualquier esfuerzo, me temo, sería insuficiente para algunos que lo que esperan es que esto vuelva a ser una grande y única y libre España.
Por eso, pido perdón a Jiménez Losantos, a Rajoy, a Isabel, incluso a Simancas, y a una buena caterva de gente que acaba votando en las urnas puntualmente. Pido perdón por dirigirme a los alumnos (catalanes, latinoamericanos o marroquíes) en castellano. Pido perdón por dar mi clase de lengua castellana en castellano. Pido perdón por ser uno de los profesores que más horas tienen con los alumnos. Pido perdón por no sentirme perseguido, por dirigirme a los que quiero de la mejor forma que sé, en castellano, aunque no ceje en mi empeño por mejorar día a día mi catalán. Pido perdón por no ofrecerles una situación irreal, un infierno. Conmigo mejor que no cuenten.

La partida

Nadie puede escribir una novela hasta que no ha perdido un lugar. Admito que sobre el papel esta idea encaja bastante bien, quiero decir, parece contundente, premonitoria, literaria. Sin embargo, desde hace unos meses creo que es cierta, aunque pasado el tiempo ya no quede de ella más que el bonito titular para una partida. Se puede generalizar y concluir, con más o menos acierto, que nadie puede escribir hasta que no ha perdido alguna cosa. En mi caso, esa ciudad fue Granada. Me explico. Allá por el mes de junio recibo la noticia de que había pasado el primer examen de oposición para ingresar en el profesorado de secundaria de Catalunya. Uno ya lo sospechaba, porque era consciente de que el tema elegido en el examen había sido desarrollado, creo, con bastante dignidad. Además, la calificación obtenida podía hacerme pensar, sin equivocarme, que el empujón ya estaba dado. Me llamó una compañera, a la que por cierto no he vuelto a ver desde entonces, a eso de las ocho y media, anunciándome, de paso, que debía presentarme en Barcelona al día siguiente, apenas quince horas más tarde. Busqué un billete. Primero en la estación de tren, que resultó imposible (dado el tránsito de barceloneses que vienen a Granada, y viceversa, aunque las autoridades estén más pendientes de otra cosa y no actúen dotando a la ciudad andaluza de una comunicación ferroviaria mucho más digna de la que tiene). Después, buscando un avión, que igualmente resultó en balde. No me gusta viajar en autobús, al contrario que a Josep Pla, que encontró en este medio un tema central de un libro estupendo sobre tierras catalanas. No obstante, reconozco que en aquella ocasión me salvó de tener que resignarme al coche y conducir toda la noche. Sobre las nueve y cuarto conseguí un billete para las 11 de la noche. Salí de la estación lo más rápido que pude y me acerqué a casa. Cuando llegué, abrí la maleta y jugué al baloncesto, viendo volar la ropa del armario a la bolsa de viaje. Cogí aquellos libros que creí necesarios más un libro de poesía (de Juan Gil-Albert, que leí) y otro de novela (de Richard Ford, que no leí), para gusto personal. A partir de aquí, uno ya sabía que su vida podía dar un giro bastante amplio, por eso todo lo que refiera a partir de entonces no es más que la historia de una pérdida. Sobre las 10 salí de casa. Durante esos días no había llovido. Como mucho, un chirimiri estival hacía unos días. Sin embargo, aquella noche comenzó a llover (quiero recordar que con fuerza). Al vivir en el Albayzín, un barrio árabe y emblemático y del que no dejaré de hablar hasta que me muera, las calles están en pendiente, y el suelo está hecho de innumerables piedras que resbalan (Radio Tarifa da buena cuenta de ello). Afortunadamente, no me caí, aunque a punto estuve de hacerlo (no sería el primero, porque en más de quince ocasiones he visto como conocidos y desconocidos se empotraban contra el suelo). Al llegar a la iglesia San Gregorio y adentrarme en Calderería Nueva, uno o dos comerciantes salieron a despedirse. Esa calle está plagada de teterías y de tiendas que venden artículos árabes, desde lámparas hasta bufandas, pasando por todos los productos necesarios para que cualquier visitante descubra que al marcharse acaba de dejar una ciudad que seguirá siendo árabe. Sin embargo, muy pocas veces había saludado a los hombres que regentaban el negocio. Por eso me sorprendió que esos dos marroquíes (me encantaría pensar que fueron más, cosa que acabaré admitiendo distorsionando la memoria) salieran a mi paso y me despidieran hasta septiembre. Cómo no decirles que volvería, aunque una parte de mí comenzará a saber que el regreso parecía improbable. Sigo mi camino y acabo en un bar de la calle Elvira, Casa de todos, donde preparan unos bocadillos estupendos a muy buen precio. Siempre había tenido una buena relación con el camarero más joven, que solía ocuparse de las noches del bar. Le pedí lo de siempre (los que me conocen saben de qué se trata) y mientras pagaba comenzamos a hablar del barrio y de la gente que al cabo de dos meses volvería a estar de regreso. Me despedí. En Plaza Nueva, otra de las plazas más hermosas del mundo, que sirve de inicio al paseo más maravilloso de la Tierra, Carrera del Darro, Paseo de los Tristes, pedí un taxi. No suelo hablar con los taxistas, pero como en aquella noche todo resultaba diferente el conductor comenzó a hablarme. Primero de las obras nuevas de la ciudad. Después de la ciudad en sí misma. Sólo escuchaba. De lo contrario no creo que pudiera haber articulado demasiadas palabras, viendo pasar la ciudad llena de lluvia y los barrios blancos del norte tras el cristal. La memoria se encargará de decirme que el taxista, sin proponérselo, estaba intentando convencerme de que pasase lo que pasase no abandonara la ciudad. Como si le hubieran encargado a él el difícil papel de retener a los que se marchan. Poco después llegamos a la estación, con el tiempo justo para comer y averiguar la dársena. Afortunadamente, no distó mucho rato. El paréntesis entre el último bocado y el embarque lo dediqué a telefonear, para sentirme un poco menos solo más que nada. A las 11 en punto tomé el autobús. Poco antes de abandonar la circunvalación tuve tiempo de mirar a la ciudad. No encontré ninguna de las torres de la Alhambra, aunque en realidad daba igual. Afortunadamente, no sólo de lo emblemático vive este lugar. Fue en ese momento cuando descubrí algo mucho más amplio, más exagerado. Todo lo que había escrito hasta el momento carecía de importancia. Por eso, juzgué imprescindible en mi vida literaria aquella pérdida, la única que me haría mantener una cercanía real y trasparente hacia la creación artística. Dejar Granada a cambio me había permitido comenzar a escribir.

13.1.06

Amics amats

Cualquier excusa es buena para perpetuar la comunicación. Y este invento es una manera directa, ágil e inmediata de comunicarse con aquellos sin los que ya no te imaginas en la distancia. Todos ellos forman parte de esta página. Los que forman parte de mí como pieza angular. Los que pueden explicar mejor cómo soy. No basta sólo con admitirse un ser múltiple. Deberíamos intentar saber con quién conversamos a lo lejos. No dudo que el lector invisible acabe estando en uno mismo. Sin embargo, cada vez sospecho con más frecuencia que esa invisibilidad se ha ido fraguando poco a poco a través de muchas personas. Gente que sabe de mí y me conoce. Gente a la que acudo para definirme. Gente a la que siento cerca en el regreso. Parafraseo la dedicatoria de Manuel Talens, de su novela Hijas de Eva: “Un autor, a quien mucho debo, opinaba que cabría definir la dedicatoria de un libro como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo afirmo que es tan grato y tan sensible dedicarte éste sin pronunciar el tuyo”. Alguien a quien quiero me dijo quién era el autor que se escondía detrás de la cita de Talens. No diré su nombre, ni tampoco los vuestros, ni el de quien esperaba desde hace tiempo que creara esta página. Ellos mismos sabrán pronunciarse mejor que nadie. Dejar que yo os pronuncie es la mayor recompensa que uno ha podido cosechar hasta el momento. Sabiéndonos cercanos para siempre.

12.1.06

Escribir

Hay ciertos verbos que son autónomos. Que se bastan por sí solos. Podemos rellenar toda una página sólo con ellos. De hecho, su sola presencia en mitad de un libro, de un cuaderno, puede excluir cualquier palabra innecesaria. No estamos obligados a definirlos. Pienso en algunas de las entradas de los diarios de Franz Kafka. A veces, un “Nada” le bastaba para hacer soportar al lector una carga mucho mayor que cientos de páginas acerca del absurdo, del aburrimiento. Por eso, hoy es uno de esos escritores esenciales del viejo siglo veinte. Admitió que una sola palabra puede encerrar todo un mundo.
Con los verbos autónomos nos ocurre igual. Cada uno, como es obvio, conservará los suyos propios. Una buena forma de localizarlos es cambiándoles su forma verbal, porque no soportan el tránsito del infinitivo al imperativo. Como explica Pennac, verbos como amar no llevan bien el imperativo. No podemos obligar a amar, de la misma forma que no podemos obligar a leer o a escribir. Son verbos que de tan esenciales, de tan necesarios, nunca podrán llevar aparejados ni la necesidad ni la obligación de cumplirlos. Leer, amar, observar, escuchar, recordar y tantos otros nos dan buena cuenta de este asunto.
En el caso de escribir ocurre lo mismo. A menudo tiendo a concebir la escritura como un acto que debe cumplir dos premisas: la coherencia y la libertad. No niego que se adhieran otros factores que determinen mejor el resultado de una obra. Sin embargo son actitudes esenciales a la hora de delimitar esa ambigua moralidad del escritor. Y aunque seguramente no baste sólo con eso, de otra forma es imposible que exista literatura. Una obra que no haya sido concebida bajo estos dos pilares, salvo excepciones que acaben por confirmar la regla, se caerá por su propio peso. Nadie está obligado a escribir. Juan Carlos Onetti, en sus artículos, distinguía a dos tipos de escritores jóvenes: los que escribían para ser escritores y los que escribían por la necesidad de hacerlo. Obviamente se decantaba por los segundos. Cortázar o Gustavo Martín Garzo son otro de estos ejemplos, al rehuir de la escritura como un simple oficio.
Si nos fijamos bien, no hay nada malo en admitir la no obligación de escribir. No deberíamos justificarnos por no hacerlo. Lo contrario sería cargarnos con una losa innecesaria. No escribir no significa traicionarse a uno mismo. No consiste en rendir cuentas. Además, los espacios de la contemporaneidad cada vez dejan menos sitio a la libertad de actuación. Si incluso fuéramos tan estúpidos al perder algo que en última instancia debe producirnos placer, estaríamos cada vez más sometidos a un orden. Por eso, despertarse cada mañana y pensar en una historia que se tiene entre manos, o en una imagen que puede suscitar un nuevo poema, son propinas que nos puede ofrecer el simple hecho de estar vivos. De ahí esta habitación barcelonesa en la que escribo. De ahí la novela que trato de escribir hace unos años. De ahí también esta blog.